Adriana sabe lo que es tener miedo, y asegura que en nada se parece a que la luz de la habitación esté apagada por la noche. Una de sus mayores angustias la vivió al cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, hace 14 años por segunda ocasión en su vida. Estaba embarazada de su segundo hijo. A pesar del riesgo que implicaba, decidió dejar México luego de permanecer tres semanas en el país.

Una persona de confianza pasaría a su primera hija de dos años y medio, nacida en Estados Unidos, y se encontraría con ella al otro lado del límite. Junto a un amigo, contactó a alguien que los cruzaría por 600 dólares cada uno.

“Te llevan a una casa en Laredo. A donde yo llegué había cien hombres, y yo era la única mujer. Tienen un cuarto grande con una tipo cocina, sales, hay un patio y tienen a mucha gente. El encargado de todos tiene trabajando a niños de 12 y 13 años. Según que son los coyotes, pero son resistoleros.

Cuando llegué a esa casa el chavo con el que me vine de México dijo que iba embarazada y que él era el papá del niño, porque si no, no me iban a respetar. Había un cuarto bien bonito, arreglado con sillones y todo, donde estaba el encargado de todos. Nos preguntó que cuándo queríamos pasar y le dijimos que lo más rápido posible. Nos pidieron 600 dólares por cada uno”, recordó.

La escena se reproduce de forma clara en la memoria de Adriana:

—¿Y ésta qué?

—Es mi esposa y viene embarazada.

—¿Estás seguro que es tu esposa?

—Sí.

Era la única mujer y sentía pavor de caminar por donde estaban todos. Pronto les avisaron que el viaje estaba listo. Se iban a ir ella, su amigo y otras 10 personas. Los trasladaron en un camión durante 5 minutos, y después los pasaron a una camioneta tipo van.

Avanzaron, salieron de la ciudad, se detuvieron y los bajaron en una carretera de terracería. “Ves todo solo. Para un lado se ven las casas viejitas de México y para el otro lado se ven árboles secos y tierra”, recuerda.

A cada quien le dieron un galón de agua de cuatro litros y repartieron cuatro pollos entre los 12. Sus coyotes eran tres niños cuya edad no sobrepasaba los 14 años. Tenían que caminar toda la noche, cruzar el río, subirse al tren y esperar en el techo de unas fábricas.

“Pura mentira. Caminamos toda la noche, se nos terminó el agua, cruzamos el río, pero en lugar de seguir para el norte nos llevaban para el sur”.

Adriana y todos sus compañeros lograron llegar a las fábricas. Estando ahí, ella, su amigo y un compañero cayeron en cuenta de que los llevaban de nuevo rumbo a México. Antes del amanecer se separaron del grupo, y con 60 dólares y una identificación de su compañero caminaron hasta llegar a un motel cercano. Desde ahí contactaron a otra persona que los cruzó en el paravientos de un tráiler, a cambio de 3 mil 500 dólares por persona. Los dejó en San Antonio, Texas.

Entonces el mayor miedo de Adriana era perder a su hijo. 14 años después, tiene miedo de que la deporten y no poder conseguir medicinas para Javier, su pareja, a quien hace siete años le detectaron leucemia. Ambos son migrantes sin documentos originarios de Querétaro. Dos de sus hijos, de 10 y 13 años, padecen asma. La mayor, de 16, es prediabética“. Tengo miedo por el futuro de mis hijos y por el tratamiento de él. Eso y los niños es lo que nos detiene aquí”, sostiene.

Mucho batallar

Desde hace doce años Adriana radica con su pareja y sus tres hijos en la ciudad de Myrtle Beach, Carolina del Sur. De tez clara, ceja definida y nariz pronunciada, el cabello oscuro recogido en una trenza le ocupa media espalda. En su mano izquierda resalta el anillo de compromiso que Javier le entregó hace cuatro años. No se han casado, pero están juntos desde hace 14.

Luego de regresar a Estados Unidos a inicios de 2004 permanecieron un par de años en Atlanta, Georgia, para posteriormente mudarse a Carolina del Sur. Myrtle Beach es una ciudad tranquila que en las temporadas vacacionales se inunda de turistas atraídos por su playa. Dos de las principales actividades económicas de la zona son el turismo y la construcción, donde Javier y Adriana se han abierto camino.

“Vas haciendo buen trabajo y te van recomendando. Te hablan de aquí, de allá y vas creciendo”, sostiene Javier, con quien actualmente trabajan alrededor de 30 personas. Se dedican a la construcción de casas de madera.

Javier llegó a Estados Unidos cuando tenía 17 años. Trabajó quince días pintando casas y luego poniendo cornisas. Después se enfocó a la carpintería. Estima haber cruzado la frontera alrededor de 10 veces, pero hace 14 años que no regresa a México.

“Te dicen que el norte es bien bonito. Te platican que hay dólares, que gana uno bien, y al principio no es nada de eso. Cuando uno llega nuevo batalla mucho. En aquel tiempo no había gente conocida que anduviera en lo que hacemos ahora. Otros y nosotros fuimos de los primeros que empezamos a trabajar en la carpintería”, dice.

La primera vez que llegó a territorio estadounidense el pollero, como se le llama a la persona que cruza migrantes, los dejó a él y a un amigo en Atlanta. Sus primos les dieron permiso de vivir en su departamento, pero no los invitaron a trabajar con ellos.

Por su cuenta encontraron un empleo pintando casas por cuatro dólares la hora. “Duramos 15 días ahí. Uno de mis hermanos se salió de donde trabajaba e hizo un grupo con tres nuevos que veníamos de México sin saber nada. Empezamos a trabajar haciendo cornisas”.

Durante dos años trabajaron por 70 dólares al día. Después Javier consiguió trabajo, ya en carpintería, cortando y clavando.

“No quería que me anduvieran regañando y le eché ganas a aprender. A los ocho meses de que empecé en la carpintería hice mi propio grupo, jalé a la gente y desde entonces hemos traído grupos por contratos”.

—¿Qué los hizo ir a Estados Unidos?—, pregunto a Javier y Adriana.

—La ambición—, contesta Javier.

Estando en su natal Querétaro veía que los más grandes regresaban de Estados Unidos con dinero y trocas. Él pensó en hacer el viaje una vez. Su sueño era regresar a México, comprar una camioneta y hacer una casa.

“Eso era lo que yo pensaba hacer en aquel tiempo, pero de ahí ya se convirtieron en 20 años o más”, dice.

Ella siempre soñó con nuevos horizontes y nunca se conformó con vivir en el pueblo. Su papá se venía a Estados Unidos y ella pensaba ‘algún día tengo que ir’.

“Tenía la curiosidad de conocer el norte, y veía que las mujeres se quedaban solas en México. Dije que yo no quería ser madre soltera con marido en Estados Unidos. Yo quería una familia en la que mis hijos pudieran ver a su papá, que llegara a dormir, y no tener que estar uno allá y otro acá porque prácticamente es vivir sola”.

Cumpliendo el sueño americano

A las 9:25 de la noche un hermano de Adriana, José, pasa a su casa a dejar el dinero de la tanda, una forma de ahorro muy popular en México. Adriana es la encargada de reunir el dinero de dos tandas conformadas por 10 números cada una, para en su momento entregar mil dólares a cada uno de los participantes. Algunas personas toman dos números y reciben 2 mil dólares, como es el caso de José.

El modelo tiene éxito entre la comunidad hispana que radica en Estados Unidos porque para muchos representa la única forma de ahorrar, pues no ven viable sacar una cuenta en el banco. Les da miedo.

“Estamos cumpliendo el sueño americano; salimos a las 9 de trabajar”, se justifica José, quien regaló su televisor cuando Donald Trump asumió como presidente de Estados Unidos. Considera que sin los migrantes, el país se vendría abajo.

José también trabaja en la construcción, donde las jornadas de trabajo llegan a ser maratónicas. Empiezan alrededor de las siete de la mañana y llegan a concluir hasta las 9 de la noche en verano, con temperaturas superiores a 35 grados centígrados. Durante el día los trabajadores destinan dos horas a comer y resguardarse del sol.

Alguien que ya conozca el trabajo gana un promedio de mil 100 a mil 300 dólares por semana, y alguien que vaya empezando gana entre 650 y 700 dólares.

“Las compañías se van por la calidad del trabajo que la gente hace y la rapidez con que lo hace; prefieren contratar mano de obra hispana porque los hispanos trabajan mucho más rápido y nos pagan menos. Al gringo le pagan más. Su trabajo lo cobran más caro, y lo que nosotros hacemos en una semana un grupo de americanos duran hasta un mes”, expone Javier.

“Trump generó más racismo”

Durante su vida en Estados Unidos Adriana y Javier han sido testigos de los gobiernos de Bill Clinton, George W. Bush, Barack Obama, y a partir de enero pasado se han encontrado con el caso Donald Trump.

Pregunto a mis interlocutores sus impresiones del nuevo gobierno y lo que opinan sobre las leyes migratorias del actual mandatario. En algo coinciden: hay más racismo contra quienes no son estadounidenses y un ataque más directo hacia los extranjeros.

“Todo el tiempo ha habido racismo, pero ahora los americanos se expresan más abiertamente en contra de uno, sobre todo en estos estados conservadores del sur”, señala Javier.

Adriana recuerda una ocasión en la que, acompañada de sus tres hijos, acudió a hacer las compras de la casa a un Walmart.

“Les estaba hablando a los niños en español y atrás de mí una persona decía: ‘esta es América (sic) y aquí se habla inglés. Si no saben hablar inglés qué están haciendo en este país, regresense a su rancho’. Los ignoré. ¿Qué más vas a hacer?

“Cuando uno escucha, para no meterte en problemas, prefieres hacer oídos sordos y quedarte callado porque uno sabe lo que arriesga. Mejor no seguir las provocaciones, ignorar a la gente y vámonos”.

—¿Hay lugar para los indocumentados en Estados Unidos?

“Vamos a ser realistas: en construcción ves pura gente hispana; en los restaurantes, pura gente hispana; en el campo, pura gente de México. ¿Quién va a hacer todo ese tipo de trabajos? Todo lo que sea labor pesada la hacen los hispanos, y a veces no por gusto sino por necesidad.

“Dicen que uno les quita los trabajos, que por eso nos quieren correr, pero no es que uno se los quite: ellos no lo hacen”, replica Javier.

“Aquí hay de todo”, sostiene Adriana. “Hay gente que es racista y hay gente que es demasiado amable con uno; seas de donde seas, te ven como humano y no con nacionalidad”.

—¿Tienen miedo de que algo pase?

—A lo que le tengo miedo es a que me deporten y que no me den medicina en México, a eso sí, porque sin medicina ‘me carga el payaso’-, dice Javier.

Adriana afirma: “no por mí. Tengo miedo por el futuro de mis hijos y por él, que no termine su tratamiento. También me da miedo la violencia que hay en México”.

La pareja optó por hacer una carta poder a amigos mexicanos nacionalizados estadounidenses, en caso de que algo pase y de esta forma puedan sacar a los niños del país y llevarlos a México.

“Que lo poquito que tengamos aquí se pueda vender y tratar de comenzar allá de nuevo. Más que nada es precaución”, dice Adriana.

¿Han pensado en regresar a México en algún momento?

“Tengo muchas ganas de ir. Siempre mi sueño fue, después de una casa y una camioneta, tener un rancho donde pudiera tener caballos y otros animales. Si se logra aquí sería diferente, pero sí me gustaría ir a México. Me gustaría mirar cómo está, cómo ha cambiado, y visitar a la gente que no hemos visto en estos 14 años”, dice Javier que sabe que al otro lado de la frontera, en México, las familias de ambos aguardan su regreso. Sus padres los han visitado un par de ocasiones, gracias a que hace algunos años obtuvieron visa de turistas. En cuanto al resto, se conforman con saberlos sanos y verlos a través de redes sociales, fotos y mensajes de Whatsapp.

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