La memoria humana guarda recuerdos que vinculan un momento vivido con sus circunstancias: el lugar donde ocurrió, los olores que flotaban en el aire, los sonidos que llegaban a nuestros oídos, las palabras pronunciadas por nosotros o alguien más, el torrente de emociones que nos estremecieron en aquel instante preciso.

En la neuropsicología contemporánea, se habla de los engramas o sistemas de neuronas, que al ser activados producen respuestas en el organismo. Esto es, un aroma percibido por el olfato al pasar por un jardín puede transportarnos a una etapa de nuestra infancia. Cerramos los ojos para recordar mejor y podremos añadir voces, colores, presencias y muchos elementos más, llenos de riqueza simbólica, que nos harán revivir un acontecimiento.

Cuando las experiencias son compartidas con otros, cuando el pensamiento se hace palabra y las palabras se publican en forma de libro, la memoria deja de ser individual para ser colectiva. “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones del cuerpo”, dijo Jorge Luis Borges. Las bibliotecas han sido, desde los inicios de la escritura, espacios mágicos, que encierran mundos en los que podemos vivir vidas ajenas, distintas a la rutina que nos ata a una realidad que puede herirnos y con frecuencia lo hace.

Hace unos días, mi marido y yo vivimos una experiencia que nos estremeció: hicimos un recorrido por una biblioteca privada, que alberga ediciones antiguas de libros fundamentales y los guarda en una bóveda, con temperatura y humedad controladas. La directora nos fue compartiendo los tesoros, navegando entre siglos, yendo atrás en el tiempo, asomándose a páginas que hablan de sabiduría eterna, perenne, como quien muestra una cava con vinos creados con las mejores uvas de una cepa preciosa, cosechadas en un año bendecido con la exacta cantidad de lluvia en el suelo más propicio.

Como cicerone que orienta a los viajeros, con un maravilloso manejo del suspenso, se detuvo en un libro, editado en 1690. Eran villancicos escritos por Sor Juana Inés de la Cruz, y el ejemplar perteneció a la monja, quien realizó anotaciones con su puño y letra, escritas con su pluma de ave y la tinta que encargaba a sus mercaderes: “Estos versos no son míos”, anotó la escritora, cuando se dio cuenta de que los editores habían cambiado algunas líneas.

Me costó trabajo leer las palabras escritas a mano. Mis ojos estaban húmedos. El corazón, pleno.

Cada uno preserva los recuerdos que le ayudan a vivir. Al salir de la biblioteca, mi marido me recordó la tarde de marzo de 1985 en que José Emilio Pacheco nos regaló sus libros más recientes. Estábamos comiendo en Cambridge, Massachusetts, y el poeta se afanó por varios minutos a encontrar las erratas en las páginas que habían sido visitadas por los duendes de imprenta, corrigió las líneas cuyo daño quiso resarcir, y nos dedicó varios ejemplares. Afuera, la nieve caía sobre calles que habían visto pasar la Historia. Adentro, el aire tibio nos envolvía para celebrar el amor a los libros y apreciar la poesía de ese autor tan entrañable, ese hombre de corpachón acogedor, que sabía ser buen amigo y que dejó un recuerdo imborrable a su paso.

Porque eso es la vida: momentos que brillan.

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