La frase que da título a este texto la usamos con frecuencia para invocar una posible acción (o inacción) antes de que una situación favorable se torne desfavorable si no hacemos pronto algo al respecto. Pero aquí se usa como un juego de palabras para introducir la conveniencia del uso del control automático en procesos de tratamiento de aguas.

¿Qué tienen en común la fabricación de quesos, yogures, cerveza, pulque, vino y pan? Que todos estos procesos involucran a microorganismos que ponemos a trabajar para nosotros. En el caso del queso y los yogures, la leche es fermentada por distintos tipos de microorganismos, principalmente bacterias, pero también algunos hongos. Para las bebidas alcohólicas sucede algo similar, pero con granos como el lúpulo y la cebada, el aguamiel o el jugo de uva. Y en el caso del pan, se trata de levaduras que fermentan la harina de trigo. Lo importante es que se trata de fermentaciones controladas y dirigidas por los humanos; de otra manera el resultado sería incomible o imbebible.

En el caso de las aguas residuales, para su tratamiento o depuración usamos también microorganismos y los ponemos a trabajar para nosotros. Pero en realidad no es una explotación de un ser “superior” a unos “inferiores”, sino más bien una colaboración, pues estas bacterias, hongos y protozoarios (entre otros) usan lo que está disuelto o suspendido en el agua residual como alimento, y nosotros amablemente se lo proporcionamos. A cambio, ellos nos entregan agua limpia (y más microbios en forma de lodos, pero eso es un problema que por ahora no discutiremos).

Lo interesante aquí es que no tuvimos que convencer a estos microorganismos para que nos asociáramos con ellos en este tipo de mutualismo. Más bien, con base en la observación de lo que sucede naturalmente en los lechos de ríos y lagos cuando llega a ellos materia orgánica (o sea agua sucia), algunos ingenieros dedujeron que estas condiciones naturales podrían replicarse e incluso acelerarse para beneficio de los humanos. Y esto, a fin de cuentas, es una planta de tratamiento de aguas residuales: una réplica controlada y potenciada de fenómenos naturales.

La ingeniería de muchos procesos no es otra cosa que copiarle a la madre naturaleza lo que ya hace bien. Lo que hace la ingeniería en este caso es proporcionar las condiciones adecuadas para que la biodegradación de compuestos suceda. Pero no nos quedamos ahí, y aquí es donde entra la Ciencia: buscamos mediante el estudio y la experimentación, cómo aprovechar su gran capacidad de adaptación y hacer que se comporten como mejor nos convenga. Así, por ejemplo, hemos sido capaces de incrementar su eficiencia, mejorar su rendimiento, o incluso hacer que degraden compuestos a los que jamás habían estado expuestos.

Hay varios mecanismos para lograrlo, desde la ingeniería genética, donde prácticamente se “diseñan” los microorganismos para que tengan las características que deseamos, hasta apelar a la adaptabilidad natural de las bacterias modificando gradualmente las condiciones del entorno de los microorganismos.

En este último caso, cabe aclarar que la población de microbios que trabaja para nosotros en una planta de tratamiento está siempre cambiando y se compone de un consorcio de muchas especies de bacterias, hongos, protozoarios y otros. Entre todos se complementan, aprovechan los desechos de unos como alimento de otros, y hasta se comen unos a otros. Al modificar las condiciones de operación de forma controlada, lo que estamos haciendo es propiciando que los más aptos sobrevivan y por lo tanto obligamos a la población a cambiar.

En cierto sentido la ingeniería la usamos para potenciar el comportamiento “natural” de una población de microorganismos y “orillarla” hacia lo que deseamos de ellos. Pero así como un jefe estricto y disciplinado puede hacer que sus empleados trabajen mejor, un exceso de temperamento puede tener un efecto contraproducente e incluso hacer que estalle la huelga. Desafortunadamente lo mismo sucede con los microbios que ponemos a trabajar; lo hacen bien bajo presión, pero se nos puede pasar la mano. Por ejemplo, si los alimentamos con mucho contaminante, propiciamos que los microbios estén muy activos, pero si es demasiado, los eliminamos por lavado o intoxicación.

Aquí es donde entra el control automático como posible solución, ya que usualmente el punto de operación donde estos procesos trabajan con mejor rendimiento y/o eficiencia está muy cercano al punto a partir del cual básicamente “matamos” al proceso. Estamos pues, ante un equilibrio precario, y un operador experto sabe hasta donde empujar sus límites, pero también se puede equivocar.

El control automático de procesos se encarga de usar la información que se obtiene de la medición de algunas variables para tomar decisiones en línea de cómo manipular otras variables, de tal manera que el proceso se comporte como queremos que lo haga, aún a pesar de variaciones, perturbaciones e incertidumbres.

En nuestras investigaciones y aplicaciones lo usamos como una herramienta muy poderosa para lograr que algunos procesos de tratamiento de aguas y residuos sean más eficientes, más productivos y/o más confiables. Un ejemplo claro es la mejora en la producción de biogás a partir de aguas residuales, donde sucede justamente esto de operar el proceso cercano al punto de no retorno. El “no perder el control” del título entonces también se refiere a mantener una situación que podría tornarse desfavorable, y aprovecharla al máximo.

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