“Buenos días, buenas tardes, buenas noches”, los que vivían en Monte Grande eran más educados que los de cualquier otra comunidad, incluso más que las gentes de Rancho Abajo que se jactaban de finos y bonitos. Cuando entré a la primaria mi primera amiga fue Fulgencia, ella era de Monte Grande, pero casi no iba a la escuela porque tenía que ayudarle a sus papás con la milpa y a cuidar a sus ocho hermanitos, ella era la mayor. Cuando yo ya iba a entrar a la secundaria ella seguía en quinto de primaria, una tarde que se quedó a comer en mi casa me dijo que estaba muy triste.

—Se murió mi mamá Lety y yo creo que ya no voy a poder ir a la escuela, tengo que ayudarle a mi papá y pues me toca hacer los lonches, la comida, lavar la ropa y ver por mis hermanos.

—Pero ¿vamos a seguir siendo amigas? —le dije llorando.

—Siempre vamos a ser amigas.

El tiempo pasó y en mi cumpleaños número 13, mamá hizo un pastel y dijo que podía invitar a tres amiguitas, Fulgencia era una de ellas, quien también tenía 13 años. Recuerdo que se veía diferente, no quería jugar con nosotras “eso es para niñas” decía, “pero somos niñas Fulge”, “pues yo ya no lo soy, me voy a casar Lety”.

—¿Cómo que te vas a casar? ¿A poco tienes novio?

—No, pero mi papá dice que me tengo que casar con don Pedro.

—Pero don Pedro es muy viejo, tiene como 40.

—Ya sé, pero dice mi papá que no importa.

¿A poco se te hace guapo ese señor?

—No, pero mi papá dice que el amor viene con el tiempo y pues que nos conviene porque si yo me caso, don Pedro le va a regalar cuatro vacas y un terrenito.

Pude ver en su mirada que tenía miedo, nos quedamos silencitas abrazadas, llorando. No hubo boda, solo una ceremonia pequeña, sin papeles, sin nada: “Le entrego a mi hija mayor Fulgencia, en aras de su felicidad y de la ayuda que usted prometió darnos”. Don Pedro cumplió con su palabra.

No vi a Fulgencia hasta que se hizo un reacomodo de viviendas entre Monte Grande y Rancho Abajo. El gobierno les había prometido a los del monte que a cambio de sus parcelas que les darían una nueva en el Rancho, todos aceptaron sin pensarlo. Al final nadie tuvo las tierras prometidas y terminaron hacinados, invadiendo terrenos, se metieron a vivir en donde se pudiera y si alguien ajeno a ellos se atrevía a reclamar, terminaba muerto a machetazos. Yo no entendía por qué tanto pleito, pero a las mujeres del rancho no les hacía ninguna gracia la nueva compañía femenina, que por coquetas y provocadoras. Fulgencia llegó entonces con su nueva familia, con 15 años ya tenía tres criaturas, me contaba que don Pedro era bueno con ella, que no la trataba mal y le compraba bonitos vestidos, que el único defecto que tenía era que le gustaba mucho la caña, pero se veía feliz y yo fui feliz por ella.

Don Pedro ocupó rápidamente su lugar en el Rancho, se convirtió en ministro de la iglesia. Cobraba bien y cuando se trataba de un velorio solo pedía que le alcanzaran una botellita de caña y que su esposa le acompañara en los rezos, rezos que se volvían interminables ya que se quedaba dormido a mitad de las oraciones, perdido de borracho, las gentes aprovechaban a comer en lo que despertaba, muchas veces de manera súbita, cantando como si un llamado divino lo avivara: “¿Quién es esa estrella, que a las almas guía? La Reina del cielo, ¡la Virgen María!”

—Si por tu sangre preciosa, Señor lo has redimido.

—Que lo perdones te pido por tu pasión dolorosa —contestaba Fulgencia con devoción.

—Por tu limpia concepción y tu ser Inmaculada, solicito tu perdón y que no le pase nada.

—Descanse en paz. Así sea.

Terminé la secundaria y me fui del Rancho para seguir con mis estudios. Regresaba en vacaciones y Fulgencia me ponía al día de todo lo ocurrido: muertes, casamientos y el chisme de las chamaquitas que se fugaban con los novios. Aunque ya no éramos unas niñas, nos gustaba platicar del pasado, por la nostalgia. Fulgencia era ahora una mujer muy bella, piernas largas, cabello negro y brillante, caderas, senos, todo en su lugar, ella se sabía hermosa.

—Ya no quiero estar con Pedro.

—¿Te ha hecho algo malo?

—No me hace nada ese es el problema, se la vive borracho en la cantina, no me ayuda con los hijos, no se me arrima ni por frío en la noche y yo no puedo estar así.

—¿Por qué no hablas con él? Pedro es un hombre bueno.

—Esto no es de apalabrar nada, yo soy joven y tengo necesidades, ya ando viendo con quien me quito las ganas.

Yo no era nadie para juzgarla, como amiga, aunque no apoyaba sus aventuras, la escuchaba. Se ennoviaba con los que habían sido nuestros amigos de la infancia, solteros todos.

Don Pedro ni por enterado de las andanzas de su mujer.

Una Navidad ocurrió una desgracia, era bien conocido por todos que Fulgencia tenía una relación con Cruz, un muchacho alegre, era músico y estaba casado con Joaquina. Cuando coincidían en el mercado se armaba el pleito.

—Perra desgraciada, ¿no te da vergüenza andar desacomodando hogares?

—Si a tu marido no le da pena, ¿por qué me tendría que dar a mí?

—Maldigo el día que tu gente vino a para aquí —Joaquina se refería al reacomodo de los de Monte Grande.

Don Pedro, consumido por el alcohol y sus penas, no tenía fuerza para defender su honra, a veces se lo encontraban en la calle perdido y le aconsejaban que pusiera orden en su casa: “No tengo fuerzas ni pa pararme, además yo no soy nadie para juzgarla, Dios le dará su castigo”. El pleito entre las dos mujeres seguía y Cruz se las daba de muy hombrecito, alegre de ver como dos mujeres se peleaban por su querer.

El pozo que alimentaba la comunidad necesitaba mantenimiento, Cruz junto con dos de sus amigos eran los encargados de esa labor. Antes de irse a trabajar se quedó de ver con Fulgencia, se embriagaron juntos y se llenaron uno del otro.

—¡Mira cómo vienes! ¿Seguro que vas a poder entrar al pozo cabrón? —preguntó uno de sus compañeros.

—Vengo en mi mejor momento —dijo Cruz sonriente mientras les mostraba las marcas de labial que adornaban su pecho.

—¡Quién como tú!

—¿Ya sacaron el agua?

Ya solo es cosa de que entremos a limpiar, ¿vas tú primero?

—Órale pues.

Cruz entró al pozo con unos costales para poder sacar la basura o piedras que se encontraban en el fondo, pero estaba tan borracho que se tropezó con la bomba y el agua comenzó a llenar el pozo, la fuerza de la misma partió la escalera en dos, sus amigos intentaban estirarse para sacarlo, pero entre el humo que sacaba la bomba y la fuerza del agua no pudieron salvarlo. Cruz murió ahogado en el pozo.

Fulgencia acongojada se asomaba en el umbral de donde se velaba el cuerpo.

—Dale Señor el descanso eterno, y luzca para él la luz perpetua. Que por tu infinita misericordia el alma de Cruz y de todos los fieles difuntos descansen en paz. Así sea —terminaba don Pedro el rosario.

Dirigiéndose tambaleante a la salida miró a su esposa que con la mirada horrorizada no dejaba de observar el féretro.

—¿Cómo es la vida verdad mujer? No fue ni para ti, ni para ella. Vámonos.

Y Fulgencia caminó con don Pedro alejándose de aquella vida, para regresar a su casa y no salir nunca más.

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