La luz entró de golpe por mi ventana y de inmediato lo supe: estaba muerto. Mis pulmones no se hinchaban de aire, mis intestinos carecían de movimiento alguno y mi corazón no latía, por mi cuerpo ya no corría ni una gota de sangre y el calor se había ido de mí, solo conservaba ciertos movimientos reflejo comunes a la muerte, como un pequeño calambre que hacia mover mi dedo meñique intempestivamente. Estaba muerto.

De cierta forma mi cuerpo no me pertenecía más, podía verlo yacer sobre la cama y no sentirlo propio. Poco a poco se iría pudriendo y solo mi alma eterna quedaría sujeta a esta nueva realidad que me reclamaba. Era una sensación aterradora verme ahí recostado boca arriba como tabla, con los ojos abiertos, ¿quién se muere con los ojos abiertos? Mis labios parecían dos rayas paralelas que luchaban por juntarse pero que, cual polos opuestos, se rechazaban manteniendo una abertura perfecta para bichos oportunistas; sabía que sería cueva perfecta de moscas y gusanos que harían de mi hogar, banquete y basurero.

Podía ver a un lado la botella de whisky casi vacía junto a un vaso roto a un lado, seguro por eso morí; estúpidamente olvidé que había tomado clonazepam más temprano y la mezcla había resultado fatal. Siempre temí eso y por ende siempre me cuidaba de no beber los días que acudía a los ansiolíticos, pero ¿cómo pude olvidarlo esta vez? Quizá fue a causa de la ola de alegría al recibir la llamada de mi jefe en la noche con el aviso de que el negocio se había cerrado y mañana pasaríamos a la firma, lo que significaba un aumento salarial importante para mí y un enorme desahogo financiero. Sí, seguro fue eso, olvidé todo y me puse a beber como loco para celebrar y ahora estoy muerto.

El celular suena, puedo ver que es el número de la oficina, son casi las diez y hace dos horas debía estar ahí con los papeles listos para la firma que debiera producirse en unos quince minutos más. Pero ahora no será posible, no puedo ni moverme, ni siquiera quiero intentarlo: no serviría de nada mas que para confirmar que el rigor mortis se ha apoderado de mis articulaciones. El teléfono suena insistentemente, cuento unas quince llamadas y luego para y da paso a veinte mensajes llenos de premura, insultos, amenazas y un despido. ¡Estoy despedido! ¿Ahora qué haré? ¡Pero qué pregunta tan estúpida! Nada, no harás nada porque no hay nada que se pueda hacer cuando uno ha fallecido.

Las horas pasan y extrañamente una sensación de hambre y sed me invaden, lo cual es verdaderamente imposible y se lo atribuyo a los recuerdos de una vida que ahora mi alma en pena añora. Estoy condenado, condenado a verme disminuido a la nada, a presenciar mi putrefacción, a oler mi pestilencia, al horror de la gente cuando me descubran así… porque en algún momento alguien se dará cuenta… ¡oh, por dios! Hoy es quince, hoy toca que mi niña se quede conmigo todo el fin de semana. Dios mío, me verá en este estado y no hay nada que pueda hacer para evitarlo, este estúpido cuerpo inerte no coopera conmigo. —¡Muévete! —le grito internamente, mientras injurio a Sam Wheat y su estúpido momentos romántico con el barro. Los fantasmas definitivamente no pueden mover objetos por más que aprieten las entrañas.

¿Por qué no le quité la llave a mi ex cuando pude? —me recrimino bastante enojado conmigo mismo por absurdo—. Claro, no se la quité porque al señor le era más fácil que la mujer viniera, le dejara a la niña y de una vez, porque temía fundadamente que yo no lo hiciera, le prepara comida para todo el fin y le diera una arreglada a la casa llena de colillas de cigarro, vasos, botellas y revistas de entretenimiento no apto para nuestra hija. Supongo que no he sido un padre excelente y ahora no hay forma de que pueda arreglarlo, peor aún, sellaré una vida de mala experiencia parental con mi cara retorcida por la muerte, un recuerdo que mi hija jamás podrá olvidar.

Suena la chapa y sé que lo inevitable está por suceder, pero a la vez siento alivio, porque por fin podré ser llevado a la funeraria donde mis restos serán procesados para lograr un descanso eterno.

—Papá, papá, ¿dónde estás? —y escucho aquí y allá puertas que se abren y se azotan sin ton ni son—; esa niña nunca aprenderá a hacer las cosas con delicadeza—me digo molesto.

—¡Papi! ¡Ahí estás! —y se avienta con sus brazos extendidos de mariposa a abrazarme en mi lecho de muerte y llenarme de besos—. Papá hueles muy feo —frenándose al tercer beso y tapándose su nariz y boca con su pequeña manita blanca, mientras ondea la otra tratando de disipar mi mal olor. Es un hecho, apesto a cadáver y mi hija me respira así.

—¿Papá? ¿Por qué no me hablas? ¿Por qué no te mueves? —me mira extrañada a punto de llorar por lo que ella cree mi indiferencia. Me jalonea y me remueve desesperada ante mi pasividad.

—¡Mamá! Ven, mi papá no se mueve, creo que está enfermo —enfermo no, muerto, pienso, o quizá muerto, eso, muerto, muerto estoy.

Leticia entra en la habitación y sé que en el fondo está preocupada, pero al acercarse y verme con los ojos abiertos y tomarme la presión, una mueca de enojo aparece en sus ojos y una bofetada aterriza en mi cara haciendo retroceder asustada a mi hija y desprendiendo sorprendentemente de mi un aullido y gruñido de “dolor”, pero no puede ser dolor como tal, quizá sean solo los gases de todas las bacterias que dentro de mí se acumulan y escapan por el golpe entre mis labios semiabiertos e inertes.

—Mira, idiota —me dice Leticia en un susurro pegando su boca a mi oído—, si crees que haciéndote el catatónico te vas a salvar de cuidar a Carito y además de darme lo de la pensión, estas equivocado —pero yo no reacciono, ya nada importa, qué puede quitarme si ya no hay vida; lo único que quiero es que se dé cuenta de mi fallecimiento y me de santa sepultura.

—Perfecto —y se levanta furiosa— nos vamos. Te vas a arrepentir. El lunes te mando a mi abogado —y jala a nuestra hija del brazo arrebatándola violentamente de mi regazo húmedo por su llanto. Las veo salir de mi habitación y unos segundos el azote final de la puerta de mi departamento retumba en lo que algún día fueron mis oídos. Sin notarlo una lágrima escapa de mis ojos.

Ahora se han ido sin percatarse de que estoy muerto, muerto e inutilizado, condenado a ser un alma en pena hasta que alguien se apiade de mí y me entierren junto a mis padres, tal y como lo he dejado escrito en mi libreta de noche diligentemente asegurada en la caja fuerte de la que irónicamente nadie tendrá acceso jamás; ojalá le hubiera contado a alguien mi voluntad o la clave, ahora ya es tarde.

Las horas continuaron pasando y pronto se transformaron en días: Ni la sensación de hambre y sed lograban despertar en mi algún movimiento, carecía de voluntad, de cuerpo, de todo. Por ratos mi fantasmal conciencia iba y venía. Transité lapsos de profunda oscuridad donde creí llegar al infierno, lugar que seguramente me merecía, pero al que me negaba rotundamente a ir. Le rogaba al cielo que alguien viniera a verme, que alguien se apiadara de mí, que esa venda de ignorancia e indolencia, que no les permitía reconocer a un difunto, cayera de sus ojos; entonces volvió a sonar el cerrojo de la puerta.

­—¡Señor! ¿está aún en casa? —gritaba Juanita mi ama de llaves mientras comenzaba a ordenar las cosas en la casa. ¡Bendita Juanita! Por fin sabía que día era: lunes; habían pasado tres días desde mi deceso.

—¿Señor? —susurraba Juanita mientras se asomaba con recelo a mi habitación—¿aún se encuentra dormido? —Como no obtuvo respuesta, Juanita decidió entrar solo para quedar petrificada en un grito de verdadero terror al verme con semejante aspecto yacido en la cama.

Después de unos segundos, el movimiento de quien está vivo, retorno al cuerpo de Juanita, quien presurosa se acercó a mi lado:

—Señor, señor, ¿qué le ha pasado? Hábleme, ¿por qué huele tan mal señor? ¿No se ha bañado en todos estos días? —mientras discretamente levantaba las sábanas que me cubría y con repugnancia veía el colchón manchado de orines y heces fecales; la vergüenza se apoderaba de mí, pero Juanita debía entenderlo, era un muerto, los muertos no controlan ya sus esfínteres, los muertos se cagan.

—Ay señor, ¿qué ha hecho? —lloraba Juanita mientras tomaba mi mano para sentir mi inexistente pulso y como no encontraba alguno, acercaba, no sin asco, su cabeza a mi pecho para escuchar mis latidos. —Apenas les escucho —se decía, ¿pero cómo? me preguntaba yo, si mi corazón hace días que ha dejado de latir, ¿será el amor que no le permite aceptar lo evidente?

—Ahorita vengo señor, no se preocupe —me decía apurada entre sollozos— ahorita mismo, le traigo a un doctor —y salió apurada de la habitación.

¡Maldita sea! —pensé— nadie en esta pinche vida se puede dar cuenta de que soy un interfecto incapaz de respirar y bombear sangre a mis órganos; y ahora, tendrá que venir un doctor que ya nada puede hacer más que certificar que he mi ser ha expirado.

Otra vez el tiempo transcurría y en mi desesperación varias preguntas atormentaban mi etérea existencia: ¿Por qué dios?, ¿por qué tenía que morir? Y lo peor: ¿cómo es que nadie lo nota? ¿A caso son tan insensibles a la muerte que son capaces de dejar a un hombre muerto en su departamento hasta que se apeste, los gusanos lo devoren y las moscas se coman sus ojos?

Contrario a todo, sentía agua correr en mis ojos hasta nublarlos por completo, era el fin, sin lugar a dudas, el cielo o el infierno me reclamaban, por fin mi alma se despedía de la tierra, mi celular, a un costado sobre mi buró, se hallaba apagado igual que yo, el registro de llamadas perdidas y mensajes se han ido junto con él, la tarde llegaba y con ella, la luz de la lámpara que Juanita dejó prendida, empieza a parpadear hasta dejar todo en penumbras, y mi conciencia cesa, ya no pienso, ya no tengo hambre, ya no tengo sed. El doctor armado con su estetoscopio escucha atento mi corazón y lanza una sentencia al aire: Este hombre ha muerto, ha muerto de sed y hambre.

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