Este era un pequeño pueblo empotrado entre dos montañas donde todo era al revés.

Un señor que vendía la Justicia en su despacho era el Juez. Otro señor que tenía una imprenta que publicaba mentiras era el Historiador. El Policía de día robaba en el mercado salchichas y quesos y durante la noche robaba niñas.

El Cura trabajaba para el Diablo y el Diablo se persignaba con un pie. En la Iglesia, el Jesús estaba colgado por los pies y el agua santa de la pila bautismal era ron.

Los ricos no pagaban la luz y los pobres pagaban la luz que no tenían. El hombre más honesto era un mudo y la adivinadora del porvenir era ciega y parapléjica. Las gallinas caminaban para atrás y las palomas vivían en túneles angostos bajo tierra.

Nada era como pretendía ser. Y al contrario, todo lo que era se decía de otra manera.

De pronto un día varios niños y niñas salieron de la escuela con una inocente misión. Ponerle a cada quién en la espalda su verdadera profesión.

Al Historiador le pusieron en la espalda una etiqueta que decía, con letras grandes, Mentiroso. Al Juez le pusieron una etiqueta que decía Ladrón. Al cura le pusieron Bribón. Al policía Criminal. A cada paloma le pegaron en el pecho la palabra Topo.

Entonces ocurrió algo extraordinario.

El miedo cundió. La incertidumbre anidó en los corazones y les hizo perder el ritmo. Las pesadillas infiltraron los sueños. Y la gente dejó de hablar con afirmaciones para solo frasear preguntas.

¿Qué quedaría del pueblo si se decía la verdad? ¿Quién sería el Policía, el Historiador, el Juez o el Cura, si los que lo habían sido ya no lo eran?

El pueblo entero se encaminó de prisa a buscar al Intelectual sabio de la región. Cruzaron en fila india un puente colgante y se encontraron al Intelectual dormido y sentado en una silla entre la hierba alta de un potrero. Y le expusieron su temor.

El Intelectual abrió despacio los ojos y contestó:

—Dos largos siglos hemos mentido y esa es nuestra tradición: decirle a lo de arriba abajo, a lo bueno malo y a lo falso cierto. Si de golpe la verdad se habla, ¡cuidado!, nuestro pequeño pueblo empotrado entre dos montañas… —El Intelectual abrió grandes los ojos y dijo en un soplido— …de-sa-pa-re-ce-rá.

El pueblo ya se iba del potrero, pálido y aterrado, cuando una niña le puso en la espalda al Intelectual una etiqueta que decía, en letras grandes, Tonto.

Algo extraño ocurrió en ese momento. La inquietud se aquietó, el miedo se esfumó, en la pila bautismal del templo el ron se volvió agua pura, una parvada de palomas cruzó el cielo y en los gallineros las gallinas caminaron pa’delante.

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