En la última década, hemos atestiguado la erosión democrática en diversas partes del mundo. Esta situación plantea un desafío significativo ya que el autoritarismo moderno puede coexistir con instituciones democráticas formales, como las elecciones, mientras socava sus fundamentos esenciales.

En los llamados regímenes híbridos, los recursos del Estado son utilizados para favorecer al partido gobernante, minando el principio de igualdad de las elecciones. Aunado a ello, el autoritarismo moderno no necesita eliminar completamente a las oposiciones para mantener el control, resulta suficiente debilitarlas, fragmentarlas y desacreditarlas.

La administración pública, que debería ser neutral y profesional, se convierte en un instrumento del partido en el poder; los puestos administrativos son ocupados por leales al régimen, no por méritos, lo que no sólo socava la eficiencia del gobierno, sino que también erosiona la confianza pública en las instituciones estatales.

Las instituciones autónomas, como los tribunales y los organismos electorales, suelen estar cooptadas o debilitadas; las personas juzgadoras y otros funcionarios clave son reemplazados por individuos leales al gobierno, asegurando que las decisiones judiciales favorezcan al régimen.

Finalmente, el autoritarismo moderno se caracteriza por la restricción de libertades fundamentales; los medios de comunicación independientes enfrentan censura e intimidación; los movimientos que intentan organizarse en contra del régimen son limitados mediante leyes restrictivas y vigilancia constante. Sin embargo, estos cambios suelen ser graduales y, por ello, pasar desapercibidos hasta que sus efectos se vuelven profundamente arraigados.

En México, la transición de un sistema de partido hegemónico a un pluralismo moderado fue producto de una serie de sucesivas reformas político-electorales que liberalizaron el sistema y dieron cabida a un pluralismo que, paulatinamente, modificó las estructuras de poder a través de elecciones cada vez más libres y competidas. Sin embargo, la democracia no llega de una vez y para siempre; a lo largo del último sexenio hemos experimentado un importante retroceso en términos democráticos. En México, las instituciones democráticas coexisten claramente con el afán autoritario del presidente López Obrador.

La elección presidencial de 1994 fue definida por su ganador, Ernesto Zedillo, como “legal pero poco equitativa”, lo que desencadenó una serie de reformas que modificarían sustancialmente nuestro sistema electoral. Treinta años después el escenario está puesto para una elección claramente inequitativa. El límite último de la democracia es el electoral y hoy la democracia mexicana enfrenta una de sus pruebas más críticas. Las señales de alerta están ahí, queramos o no verlas.

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