Un alud de cuestiones aparecen expuestas en el actual escenario político mexicano. El caso Lozoya y la denuncia de presuntos casos de corrupción; el debate sobre la “libertad de expresión”, en el que participan diferentes grupos de intelectuales, artistas, científicos y empresarios; la toma de las instalaciones de la CNDH por parte de colectivos feministas y familiares de desaparecidos; la petición de consulta popular del presidente de los Estados Unidos Mexicanos a la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el proyecto del Ministro Luis María Aguilar Morales, donde declara inconstitucional la consulta para juzgar a los expresidentes de México; el esclarecimiento del caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, a seis años de su desaparición; la manifestación del Frente Nacional Anti AMLO; los enfrentamientos por el agua en Chihuahua; y, la disputa por la dirigencia de Morena. Todo esto en el marco de la pandemia de la Covid-19 y las elecciones a realizarse en 2021. Para algunas personas, la presencia de estos problemas es resultado de la “polarización social”, promovida por el discurso del ejecutivo. Para otras, representa la apertura del espacio público en el que la ciudadanía comienza a tener un lugar protagónico.

Un aspecto a tomar en consideración en este acalorado contexto, es que la democracia genera conflictividad en cualquier sistema, justamente porque emana de procesos radicales de transformación. La democracia sin conflicto, no es democracia. Cuando se detienen los procesos de oposición política entre las partes que integran una comunidad organizada, es porque un sistema autoritario impone imperativamente una “armonía ficticia”, en la que las voces que opinan de manera diferente son silenciadas. Una democracia sin disensos, sin antagonismos, no es democracia.

La ciudadanía aparece en el espacio público cuando discute las cuestiones que la involucran en su acontecer diario, al exigir a las autoridades que informen y cumplan con sus compromisos y responsabilidades; cada vez que genera opiniones que repercuten en la agenda pública. Por supuesto, el ejercicio de estas prácticas no es armónico, sino conflictivo y hostil. Esto es lo que distancia a la democracia del autoritarismo. Mientras que este último impone un discurso homogenizante, marcado por el miedo al cambio y el temor a la pérdida de privilegios, la democracia reconoce e impulsa procesos heterogéneos y transformaciones permanentes dirigidos a responder a las exigencias de los tiempos que corren.

Abrir el espacio público a la diversidad de opiniones implica reconocer que la democracia requiere de participación y debate, disenso y conciliación. Para ponerlo en palabras de Chantal Mouffe, diré que el objetivo de una política democrática no reside en eliminar las pasiones ni en relegarlas a la esfera privada, sino en movilizarlas y ponerlas en escena de acuerdo con dispositivos que favorezcan y estimulen el respeto a la pluralidad.

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