Un día, entras a un café para pedir un latte y una persona de la fila te reconoce: “Oye, ¿eres hija de mi amigo Toño Ardón? Cuéntame de él”. Tú buscas en su rostro, en su apariencia, alguna señal que te dé pistas para identificarlo: nombre, edad, ocupación, algo que te ayude a describir a tu papá a ese amigo que tú no conocías.
Como te sientas sola en una mesa, el señor te sigue y te cuenta las aventuras que vivió con tu padre cuando eran jóvenes, incluso recuerda a tu madre, joven y bella, con cinco criaturas a su alrededor. Es decir, tú estabas ahí, aunque no lo recuerdes. El señor que hace cinco minutos era un desconocido, acaba de tener una experiencia emocional: su memoria lo envió al pasado, le hizo revivir una época, le regaló un recuerdo completo, le hizo sentir, a la distancia del tiempo, la lozanía y fuerza de un deportista, la inteligencia fresca de un muchacho que surtía materiales a la fábrica donde trabajaba tu padre. El cerebro del hombre sintió el gratísimo efecto del café y una emoción poderosa: la de revivir cómo se sentía tener treinta años en el cuerpo y un montón de sueños en la mente, cuando la palabra futuro se escribía con letras luminosas incluso en la más negra de las noches.
La vida es un rompecabezas, un puzzle, hecho de piezas que se vuelven eslabones, pedazos de un paisaje que las necesita todas para estar completo. La historia de un ser humano tiene varias dimensiones, como en la Ventana de Johari, esa herramienta psicológica que divide el espacio interpersonal en cuatro áreas: la abierta (conocida por ti y por los demás), la ciega (conocida por los demás, pero no por ti mismo), la oculta (conocida por ti, pero no por los demás) y la desconocida (nadie la conoce todavía, ni tú mismo ni los otros).
Las piezas de la existencia tienen aspectos que se pueden tocar, sentir y revivir, como las hojas de una partitura guían al pianista que se coloca frente a su instrumento y con las manos hace brotar la música que habitaba el cerebro del compositor y puede recrearse siglos después.
Al paso del tiempo, vamos dejando una huella en las personas que nos conocen: un cartero jubilado, un día se encontró con mi hermana Dulce y le dijo: “Señora, hace veinte años, usted vivía en Nicolás Campa Norte 45 A”. El soponcio que sufrió Dulce. Como si se hubiera topado con un espía.
Los maestros creamos recuerdos en los estudiantes, mucho más allá del contenido del curso. Ellos recuerdan el chiste que contó alguien de los pupitres traseros y provocó una carcajada general. Tienen en la memoria cómo nos vestíamos, lo que decíamos con frecuencia, el volumen de la voz, la letra en el pizarrón, los diagramas que dibujábamos. Después de todo, la maestra es una sola persona, juzgada por veinticinco chicos que la pueden observar por una hora, tres veces por semana.
El prestigio es el resultado de mil acciones. Alguien trata de manchar tu reputación señalando a tu persona con su índice de fuego y de inmediato otros se levantan para defenderte. Pueden ser esos antiguos estudiantes, aquel amigo de tu padre, el vecino que estaba al pendiente de los niños del barrio durante tu infancia. Uno camina por la calle y va dejando el eco de sus pasos flotando en el aire. Que el rompecabezas final sea agradable de ver y de armar. Ese es el verdadero sentido de la vida.