Desde el nacimiento tenemos miedo. Al mismo tiempo en que generamos apego a la madre, en cuyo cuerpo crecimos a lo largo de nueve meses, surge el temor de perderla. En la placidez de la cuna, gozamos de la protección del padre y los hermanos y a la vez generamos celos hacia ellos. El bebé desea que las atenciones  y el amor de la familia se centren en su persona. Es una reacción natural, es parte de los instintos de supervivencia.

A lo largo de la vida, el miedo, la vergüenza y la culpa se apropian de nosotros. Ninguna de estas emociones es sana si invade nuestros pensamientos e impide el razonamiento. Provienen en parte de la educación sentimental: declaraciones de nuestros padres, análisis de la realidad por líderes de opinión, prejuicios imperantes en el grupo de referencia.

A medida que crecemos, tenemos miedo de morir. El gran escritor nayarita Alí Chumacero, en su pieza “Debate del cuerpo”, habla de esta sensación que paraliza y aturde los sentidos. Chumacero era un tipo feliz, que se declaraba a sí mismo “Obrero de las letras” y que vio transcurrir el siglo XX rodeado de amigos: nació en 1918 y murió en 2010. Un periodista le preguntó si se consideraba un hombre serio. El poeta contestó: “La seriedad es una forma de la muerte. Por eso nunca hice una carrera, que es el sueño de todo hombre solemne: tener éxito, poder, autoridad. El hombre alegre tiene, por supuesto, momentos de sosiego para ponerse a escribir y debe aprovecharlos a plenitud”.

En un rato de introspección creó estos versos: “...cómplice de mi ser que contra el tiempo me levanta / con su voraz sentir la vida dentro, / y me abandona a cóleras y miedos, / me hunde en témpanos de espadas, / cuando al mover sus aguas con mis labios, / en lucha contra mi recuerdo, / frente a formas ajenas a mi imagen, / como un abismo ya sin nada cercano al corazón, / en ella me refugio, convencido / de que existo en la vida de mi piel, / habitando el sepulcro de mi cuerpo”.

El poeta define al cuerpo como una tumba, no solo como un mecanismo biológico de enorme belleza, no como el contenido de la piel que habitamos. No como templo de Dios que insufló vida en las células primigenias que acogieron al alma. Entre los órganos se cuela la muerte, se va apropiando del ser físico.

El miedo va cambiando de formas y tiene varias estrategias para lograr su cometido. Es medianoche y el hijo adolescente no regresa de la fiesta. Llega la madrugada y su cama sigue tendida y vacía como un mal presagio. La madre se levanta y busca un mensaje de texto en el celular, un recado que le devuelva la calma. No hay nada en la pantalla. El ulular de una patrulla de policía rompe el silencio de las primeras horas. Más tarde, una ambulancia con la sirena abierta corre sobre la avenida. La madre se aferra a los ritos que le proporcionan sosiego: pasa las cuentas de un rosario entre los dedos al repetir plegarias muy antiguas. Un rato después, prueba todas las técnicas de meditación posibles para conciliar el sueño.

Casi siempre, el muchacho aparece. La madre lo regaña, el chico la calma y se encierra en su cuarto hasta que sale el sol. La joven poeta Rocío Benítez de Querétaro, que recibió al siglo XXI siendo niña, con los ojos abiertos a la realidad, escribió en su poemario “Muina”, de 2015, los siguientes versos: “[...] aquí en estos grumos de cristal madre / yace tu hijo el inquieto el incontrolable / ahora yace en silencio madre silencio tú / que duerme el niño terrible el sueño terrible / aunque tenga por completo los ojos abiertos / y ría hermosamente un río rojo de su boca / está dormido no muevas su cabeza madre / déjalo descansar así ahora que el éxtasis / no invade su sangre corazón y lengua”.

Elías Nandino nació en Cocula, la tierra del mariachi, en 1900. Como otros grandes jaliscienses de su época, fue médico y escritor. El contacto con la enfermedad le permitió ser un humanista pleno. Su poema “Si hubieras sido tú” dice: “En esta incertidumbre secretamente pienso / que si no fuiste tú, lo que en las sombras, anoche, / bajó por la escalera del silencio / se posó a mi lado, entonces quizá fue / una visita de mi propia muerte”. (De Nocturna palabra, 1960).

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