Música de rock a todo volumen, papas fritas en un plato, mis hermanos pequeños corriendo y gritando alrededor de mi mesa: ese era mi ambiente al estudiar álgebra, así despejaba la x en ecuaciones de primer y segundo grado. Bendita adolescencia: un cerebro activo, listo y dispuesto al aprendizaje, con un montón de neuronas dispuestas a hacer sinapsis, ávidas de información. Gozaba de tiempo para resolver problemas en hojas de papel. Todo fuera como eso.

Uno de los grandes retos que enfrentamos en la edad adulta es lograr la concentración necesaria para realizar un proyecto, esbozar un calendario académico, programar un viaje, incluso escribir un complicado mensaje de email, en el cual se juegan asuntos tan serios como conservar el empleo.

Con el paso del tiempo y la experiencia acumulada, necesitamos sacar a pasear los buenos recuerdos para subirnos a ellos como un náufrago se aferra a su tabla. Hay que aprender a escuchar el diálogo interior para soltar lo malo: las frases que la voz negativa emplea para decirnos que no podremos hacerlo, que ya fracasamos en el intento, que la meta es demasiado alta, que no tenemos ropa adecuada, que no hay dinero, que no hay oportunidad.

Otra vez será. Y esa vez no llega.

Ya hablamos de la definición de Daniel Goleman sobre el estado de flujo: estar en disposición de resolver los desafíos diarios con creatividad, sentido del humor y actitud positiva. No es fácil. La vida nos persigue y nos atenaza con mil historias de terror. Hay que tener la fuerza para resistir ese embate y quitar las piedras del camino. A veces, se trata sólo de eliminar distractores, como la pila de libros sobre el escritorio. Si uno despeja el espacio de trabajo, puede concentrarse mejor. Si es necesario dar un paseo para hacer una lista mental de las ideas que se escribirán, las piernas lo agradecen.

El celular trae una grabadora de voz: hay que usarla. En la calle, en la antesala del médico, en la fila para pagar. A nadie le extraña que una persona hable a un aparato. Después, al trabajar, podemos escuchar los audios y ordenar las ideas.

Si la casa ofrece distractores (tengo que lavar la ropa, ordenar este cuarto, preparar comida), hay que buscar un rincón limpio, un camino sin piedras.

Si en la oficina hay mucho ruido, se puede enfrentar con música muy suave o sonidos de la naturaleza, del mismo celular.

La concentración mental, como todo en esta vida, se logra a partir de una acción repetida, que se vuelve un hábito. Hay herramientas: meditación, mapas mentales, dibujos de colores, ejercicios de respiración profunda que logran el entrenamiento de la inteligencia emocional.

Coleman afirma que el fin último de la inteligencia emocional es ayudar a los demás y a nosotros mismos a alcanzar y mantenernos en estados óptimos. Es decir, encontrar los momentos en que el cuerpo, el cerebro y las emociones se encuentran en condiciones favorables para el pensamiento, de manera que fluyan a nuestra mente ideas claras, y que podamos, como una cámara fotográfica, enfocar detalles, acercar la imagen a un punto y luego alejarnos de él hasta ver un paisaje completo. Gozar de la armonía de los colores, las formas y la composición que hemos logrado, que es reflejo de la vida nuestra.

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