En el transcurrir del tiempo y con el correr de los años que él deshoja día con día, las personas y las familias evolucionan y cambian, conforme los hijos crecen y maravillosamente vuelan mientras los padres se van haciendo viejos. Sin dejar de recordar cuando éramos niños y entonces vivimos con nuestros padres y hermanos. Sin darnos cuenta, la vida va pasando en cómodas mensualidades y anualidades su factura. Así, de la misma manera, va cambiando nuestra percepción de los lugares físicos de la casa que habitamos.

De pequeños, todos los espacios son grandes y nos brindan la oportunidad de imaginar territorios, paisajes e historias que que construimos con nuestros juegos y juguetes.

Más tarde, la pubertad nos lleva a buscar rincones de intimidad para dar rienda suelta a nuestras emociones junto con los muebles que son testigos de nuestro esfuerzo por aprender y realizar la tareas que nos permitirán enriquecer nuestra formación académica para luego realizar aquello que tiene que ver con nuestra responsabilidad laboral. También otorgamos cierta prioridad a aquello que disfrutamos hacer en nuestras aficiones personales o de convivencia familiar con los padres, hermanos, hijos, sus parejas y nietos, en especial lo que nos permite ser felices juntos.

Pero hay ciertos lugares que cobran una mayor relevancia por la posibilidad de vivirlos y habitarlos con todos nuestros afectos más cercanos. Uno de ellos es la cocina y de ahí a la mesa donde compartimos los alimentos.

Al principio, siendo menores, pareciera que nos obligaran a sentarnos ahí para desayunar, comer o cenar, cuando en realidad preferimos seguir jugando y corriendo. Luego llegan los días en los que después de una jornada de escuela o trabajo, sentarse en la mesa nos resulta una verdadera bendición y ahí compartimos la charla que fortalece los vínculos del amor filial, son momentos en los que se mezclan los sabores de lo preparado con el amor y sazón de las mujeres que en su momento llevan esa tarea a través de los años en la casa de nuestros padres, en la casa que sostenemos o en aquella de la familia extendida que nos fortalece como tal.

Tal vez no lo notamos, pero los aromas nos van atrapando y, sin darnos cuenta, se van convirtiendo en recuerdos que irremediablemente nos transportan a momentos específicos, muchos vividos tiempo atrás y otros en el presente con nuestra pareja y la familia que hemos construido juntos.

Pero la cocina del hogar es un lugar donde se preparan las armas que nos permiten luchar con los problemas cotidianos y que se atemperan en la mesa donde se discuten los problemas y se enfrentan las malas rachas.

Así, un café nos despierta el pensamiento y el actuar; una botana es presagio de anécdotas y de sonrisas; una copa nos permite abrirle una ventana al alma para hablar de aquello que guardamos. La mesa se convierte en una sala de debates donde los olores de la cocina propician los acuerdos y los consensos necesarios para seguir adelante con la vida misma, inclusive en los momentos de las pérdidas y las partidas, pues mitigan el dolor de estas.

Ojalá y las ciudades fueran como una gran cocina donde se hornea un porvenir más prospero y armónico para quienes las habitan, al igual para quienes vivimos en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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