Los humanos tenemos un cuerpo complejo, hecho de órganos, músculos, glándulas y huesos, gobernados por un conjunto de células neuronales que almacenan información para tomar decisiones. Vivimos gracias al agua, que forma parte de nuestros tejidos y es la base de la sangre que circula para darnos energía. La vida es agua que fluye por ríos que van a la mar, diría Jorge Manrique, quien hace más de cinco siglos lloró la muerte de su padre y convirtió su dolor en poesía.

Nuestra esencia está en ese flujo vital, agua que se convierte en conversaciones, anécdotas y sentimientos que dan lugar a la creación artística, al pensamiento profundo, y también se manifiesta en el transcurrir de cada día.

Daniel Goleman, periodista científico de medios como el New York Times, es un especialista en psicología de masas que en los años noventa nos regaló el resultado de sus investigaciones sobre la inteligencia emocional. En marzo de 2024, salió a la luz su libro titulado “Óptimo”, escrito con Cary Cherniss, donde los dos expertos hablan de las pequeñas victorias diarias: ir a la tienda a buscar los ingredientes para una cena y encontrarlos, pagarlos con nuestros recursos, llevarlos a casa y preparar platillos que los demás celebran. Esa emoción tan grata nos da combustible para seguir adelante. El recuerdo de la cena, el sabor de los platillos, sus aromas y texturas, las bebidas que tomamos, las frases dichas en voz alta, las que se pensaron y no se dijeron, la reflexión del día siguiente, todo eso nos ayuda a vivir.

El estado interior propicio para trabajar, crear y alcanzar metas —así sean cotidianas y simples— es llamado por estos autores estado de flujo o estado óptimo. En esas condiciones, podemos concentrarnos mejor, ser más efectivos al dejar fluir las ideas, al formar estructuras mentales que son como un algoritmo, un mapa, un croquis. Cuando logramos entrar en ese manantial de creatividad, podemos mejorar un producto, diseñar un sistema diferente para la compañía donde trabajamos, pensar en un nuevo negocio o caminar por la ciudad detectando las necesidades de nuestra clientela.

El estado de flujo, el óptimo para pensar, no se da como consecuencia de beber alcohol o consumir droga. Se da en sobriedad, con enorme placer, controlando la acción del juez interno, esa voz de la conciencia que muchas veces nos frena al señalar errores, al recordar momentos pasados en los cuales sufrimos un bochorno derivado de una acción vergonzosa.

Lograr el estado óptimo depende de cada uno de nosotros.

Algunos han logrado un rito inicial que les permite ubicar el cerebro en lo importante: llegan a su lugar de trabajo, cuelgan el abrigo, el sombrero o el paraguas. Se sientan o se ponen de pie frente a su escritorio; recorren la planta industrial, la parcela, el barco. Los profesores hacen acopio de sus herramientas y encienden los aparatos, desde una computadora hasta el proyector. Mientras realizan estos movimientos, todos van dando órdenes a su cerebro y organizando sus procesos mentales.

Los momentos anteriores al estado óptimo se pueden convertir en una rutina que requiere varios pasos: el primero es la concentración. Sobre este tema, de gran importancia, hablaremos en la próxima columna.

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