“La libertad es estar allá afuera”, murmura Paco mientras un martilleo se escucha de fondo en el taller de carpintería del Centro de Internamiento y Ejecución de Medidas para Adolescentes (CIEMA) de Querétaro.

Detrás de una de las mesas de madera, con martillo en mano, Paco diseña una virgen de Guadalupe hecha de clavos, decorada con hilos verde y rojo brillante.

Apenas tiene 19 años, como la mayoría de los internos del CIEMA, cuyas edades oscilan entre los 15 y los 21; acaba de terminar la secundaria y está esperando su certificado para comenzar a estudiar la preparatoria en el tutelar para menores.

Es originario del Estado de México, pero lo detuvieron en Querétaro hace unos años. A partir de ese momento se ha visto obligado a vivir en esta ciudad, con las visitas esporádicas de su familia, originaria de Santa Rosa, en el municipio de Chicoloapan.

“Al inicio sí era muy difícil. A nadie le gusta estar encerrado, pero yo ya me acostumbré. Aquí a lo que me dedico es a estar clavando para hacer los cuadros. Así se me va más rápido el día, y cuando menos me acuerdo, ya tenemos que ir a comer o a cenar. A este taller le invierto todo mi tiempo”, dice este joven.

Cuando Paco ingresó al centro de internamiento, lo más “pesado” fue calmar la ansiedad. En los bailes de Chicoloapan, por curiosidad y diversión, relata, inhalaba PVC, piedra o cristal; por eso al entrar, el síndrome de abstinencia fue lo más difícil.

“Yo tenía esa duda, de ver cómo se sienten las drogas. Cuando las probaba, a mí me daban mucha felicidad y cada vez fui inhalando más y más. Cuando entré sí me sentía desesperado, pero aquí uno se tiene que aguantar. ¿De dónde la sacas?

“Estás aquí encerrado y tienes que aguantarte. Con el tiempo le pierdes el interés a la droga, y nada más son las ansias de tener que consumir algo. Aquí salimos a jugar futbol y así también me desestreso. El tiempo acostumbra tu cuerpo a ya no consumir”, dice mientras juega con una carretilla de hilo entre las manos.

Los cuadros diseñados por los chicos en el taller de carpintería son generalmente vírgenes de Guadalupe o figuras de San Judas Tadeo, el patrono de las causas difíciles, según sus adeptos. Paco dice que en una ocasión también recrearon La última cena, de Leonardo da Vinci.

Los cuadros, al igual que los muebles o los objetos del taller de herrería, representan los ingresos económicos para los internos y sus familiares. Antes, los guardias podían comprarles su trabajo, pero por nuevas disposiciones del CIEMA, actualmente sólo a través de las visitas los chicos pueden vender su material.

“Yo trato de hacer varios cuadros para que mi familia se los pueda llevar y los pueda vender. Al menos yo, de aquí me mantengo para no pedirle a mi mamá. Mis papás están grandes y ya no quiero hacerles que gasten, me conformo con que vengan a verme. Si vienen y se llevan un cuadro, con lo que sale de la venta acompletan para su pasaje o me pueden traer algo de comer o algo que se antoje”, agrega Paco.

El viaje de ida y vuelta de Querétaro a Toluca sale en 510 pesos, a lo que se le suma el tramo a Chicoloapan, ubicado a más de una hora de la capital del Estado de México, sin tráfico.

Con cada cuadro hecho de clavos e hilo, la familia de Paco puede sacar desde 500 hasta 800 pesos, dependiendo de la cantidad de boletos que vendan para las rifas que organiza su mamá con sus tías o la gente de la iglesia de su colonia.

Algunos de los chicos llevan aprendiendo desde seis meses y otros llevan cinco años en la elaboración de los cuadros. Al inicio, reconocen, es complicado. Tan sólo el clavado les lleva alrededor de cinco días y el hilado tres más. Además pueden agregarles imágenes de acrílico, lo que aumenta los días de dedicación.

“Le diré a mamá que la quiero”. “No me gusta estar encerrado”, admite Paco al recordar la primera vez que ingresó al centro de internamiento. Sus familiares “se pusieron mal” cuando se enteraron de la sentencia del más chico de siete hermanos, cinco hombres y dos mujeres.

“Yo también así me pondría, no me gustaría ver a un hermano encerrado. Ellos han venido, han platicado conmigo para que le eche ganas y que mejor cambie, que piense más las cosas, que no salga y vuelva a hacer lo mismo. Ahorita dejo que pase solito el tiempo. Cuando salga ya va a ser otro pensar, ahora nada de futurismo, cuando llegue ese momento. Ya cuando salga de verdad, le voy a echar ganas”, dice.

Cuando Paco ingresó al centro de internamiento, primero se “sacó de onda”; sobre todo por tener que adaptarse a la rutina de todos los días, que consisten en estar en los comedores, trabajar en los salones o los talleres y asistir a los módulos de Trabajo Social o de terapia sicológica.

“Es eso todos los días. Un día hasta me levanté y me dije: ‘¡Estoy harto de hacer siempre la misma rutina!’; pero yo solito me lo busqué y me tengo que aguantar. Esto no es eterno, algún día tiene que llegar ese día en el que tenga que salir”, dice mientras el jugueteo con la carretilla de hilo se hace más acelerado.

Cuando ese día llegue y Paco termine de cumplir con su sentencia, lo primero que quiere hace es ver a su familia en Chicoloapan. “Que me vea mi mamá y poder decirle que la quiero, lo que nunca hice allá afuera por andar en el desmadre”, admite.

De los amigos que tenía en el estado, ya no ha sabido nada, sus únicos visitantes son sus familiares.

El tiempo que pasa en el CIEMA es estresante, admite el joven, para quien “la libertad está allá afuera. Dice que “de tanto tiempo de estar aquí, uno se desespera, pero sabemos que es para nuestro bien. Te distraes, porque si no haces nada, sólo piensas cuándo te vas a ir y esto se te hace más eterno

“Uno solito se buscó que lo encerraran por los malos actos. Uno se da cuenta de eso. Al menos yo, cuando salga, mejor me voy por la derecha”, cavila Paco mientras insiste en que le gustaría seguir estudiando y dedicarse a la carpintería una vez que termine su sentencia en el centro de internamiento de San José El Alto

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