Cuarta parte

El Pastor, doña Cleme y mi comadre Rosa se fueron, todos mirándome con dolor y compadeciéndose del destino de mi muchacha. Esa noche lloré con amargura, no había llorado así desde que falleció mi marido. No les he hablado mucho de él, se llamaba Felipe, era un buen hombre, me quería y adoraba a Abundia, me atrevo a decir que más que a sus propios hijos. Un mal día, se accidentó en la presa y murió ahogado. Me quedé con cuatro niños, vivos recuerdos de mi Felipe. Esa noche lo extrañé, me hizo mucha falta, necesitaba sentirme fuerte y tener fe en que todo mejoraría, les pregunté a gritos a él y a Dios porqué Abundia sufría tanto, qué había hecho ella o yo para tanto sufrimiento… enseguida entendí que la vida nos estaba castigando, a mí, por haber sido tantos años una criada y compañera fiel de doña Ponciana, y al final de cuentas Abundia, por ser su hija, llevaba el mayor de los castigos, y no sería perdonada aunque volviera a nacer. El Mal se hizo presente en ella desde que la parieron. Entonces decidí que la protegería del Mal, de la furia de Dios y de la comunidad que poco a poco le agarraba tirria y mala fe. Construí un cuarto especial para encerrarla aquellos días en los que El Mal se hacía presente, no tenía ventanas, solo algunas rendijas por donde entraba el sereno, por dentro había un catre y las paredes las forramos con almohadas, por si le daba por azotarse, no se fuera a lastimar, lo mismo en el piso, recordé que doña Ponciana de la Orta en su cuarto tenía tapetes afelpados, me puse a tejer unos y los clavamos en el piso. A un lado de las patas del catre, también en el piso, pero soldada, un cadena que iba amarrada a su tobillo.

Funcionó, siete días cada mes, encerrábamos a Abundia en aquel cuarto. Ella gritaba, rasgaba, gemía y luego lloraba amargamente, le pedía perdón a Dios, me llamaba con una voz que desconocía y al finalizar los siete días, mi comadre Rosa y yo entrábamos. Ella tirada en el catre, con la mirada triste, pero una mirada que podría reconocer hasta en la oscuridad, nos hacía saber que ya había pasado. Le quitábamos la cadena del tobillo, que teníamos que turnar mes con mes, para poder curar la herida que provocaba el acero en su piel.

Así pasaron los meses, los años. Abundia ya entraba a aquel cuarto desde un día antes, para que nosotras no batalláramos en meterla.

Un jueves de Semana Santa, Abundia me dijo que tuvo un sueño: “Hay algo en la casa mamita, algo que está muy adentro, hasta el fondo, es eso que barrunto cuando me pongo mal. Hay alguien debajo de la casa y me dice que cuando lo encuentre, me voy a curar, pero que tienes que ayudarme. Mamita dile a la comadre Rosa, ella nos va a ayudar”.

—Hay que ver entonces, comadre.

—¿Qué va a decir la gente Rosa?, de por sí ya nadie viene a visitarnos, por el cochino cuarto ese en el que encierro a la niña. Algunas me ven con lástima y algunas con odio, y lo entiendo. ¿Qué clase de madre encierra a su hija?

—Sabemos porqué hacemos las cosas, la demás gente que diga misa, como si ellos no debieran nada. Pero mira, es importante lo que dice Abundia y pues como tú dices, a estas alturas nada se puede poner peor. Voy a decirle a Cleme y al Pastor. Cleme es rebuena gente, ella siempre se preocupa por ustedes, y pues el Pastor es quien controla la bola de chismes que entran y salen, así que lo que encontremos, bueno o malo, el Pastor deberá dar fe de lo ocurrido. Algo me dice, que es mejor que él esté presente.

Y así fue. Comenzamos a cavar primero en la entrada, después alrededor de la casa, no encontrábamos nada. Doña Cleme rezaba, Abundia señalaba el lugar como adivinando, podía ver en sus movimientos que no sabía lo que estaba haciendo. Mi comadre y sus varoncitos que ya eran todos unos jóvenes, ayudaban a cavar. La gente que pasaba curiosa, no nos bajaba de locos, pero se quedaban observando como si fuese una danza, los movimientos adivinatorios de Abundia, que me hicieron recordar junto con un escalofrío, a su madre. Aquella danza en la que apuntaba, la hacía antes de elegir a quien le haría el milagro.

—Abajo del cuarto —dijo Abundia.

—Ya buscamos debajo de todos los cuartos mija, no hay nada.

—De mi cuarto mamita.

Aquel cuarto que era como un mito para muchos, se encontraba alejado de la casa, pero dentro de la propiedad que me había dejado doña Ponciana de la Orta. Ya para esa hora, las gentes de la comunidad también andaban cavando, no sabían que buscaban, pero lo hacían con el mismo esmero y desespero que nosotros.

Con mucha vergüenza, los dirigí al cuartito, a la cárcel de Abundia. Cavamos alrededor para poder llegar exactamente debajo de donde se encontraba aquella cadena, aquellos clavos fijos en el suelo. “Ayúdame mamita, lo que está debajo dice que tú lo tienes que encontrar”.

Dios es muy grande y sé que en su infinita misericordia, algún día podrá perdonar todo lo que hicimos en contra de su nombre. Ahí estaban, envueltos en un chal negro con un vestido azul, los huesitos de Blanca. No había dudas. Ese vestido azul, fue el primero que hice y sin dudarlo se lo regalé a ella. Ese vestido llevaba, el día del accidente…

Doña Ponciana de la Orta ofreció a su hija Blanca, a cambio de aquella protección de ultratumba en la que creía con inmunda devoción. La muerte de Blanca no fue un accidente. Recordamos que cuando la velamos, el féretro no fue abierto y que la madre observaba desde un cerrito lo que pasaba, hoy caíamos en cuenta que aquel cerrito el mismo que tocaban nuestros pies en ese momento.

Sacamos los huesos, Merced quien hacía los ataúdes, apuró una cajita tallada con flores y ese mismo día le dimos cristiana y real sepultura. Le pedí perdón hasta que me quedé sin voz, ¡Cómo no lo vi venir! Si aquella criatura nadaba como si tuviera escamas y aquel día que colgaba su cabeza del caballo de quien fuera su madre, un hilito finito de sangre salía de su boca.

Pasados los novenarios, inundó un silencio profundo y triste a toda la comunidad, junto con días de sequía que se convirtieron en meses. Abundia no tuvo más ataques, pero su cuerpo seguía muy desmejorado, parecía que se secaba con la tierra.

Para Abundia no era ningún secreto quién era Blanca y doña Ponciana. A veces me hacía preguntas sobre ambas, yo le contestaba sin mucho ánimo, pero no podía ocultarle la verdad, por más tremenda que fuera esta. Ella era hija de los excesos y la sed que no encontraba llenadera.

—Tal vez por eso no llueve mamita, Diosito sigue enojado con nosotros porque yo soy lo que queda de aquella. Tú eres buena y no me gusta que andes tristeando y apurada porque las vaquitas andan flacas de a tiro. Yo lo voy a arreglar, vas a ver.

—Tú eres hija mía y nadie está enojado contigo. Vete a bañar mija, antes de que empiecen a cantar las ranitas porque ya sabes que detrás viene una culebra.

—Yo lo arreglo mamita.

Encontré a Abundia en el baño, como dormida, con una cascabel por un lado.

Entre gritos y locura, mi comadre Rosa y mis hijos me arrebataron de su lado, de Abundia que nació para liberarnos a todos, que murió para enterrar los pecados que todos cometimos.

Al día siguiente, volvió a llover.

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