Me regalaron a Abundia como parte del acuerdo que tenía con mi patrona, doña Ponciana de la Orta. Quedamos en que, cuando ella muriera, me dejaría un terrenito con vacas a cambio de que me hiciera cargo de la chamaca y así ha sido. Ella siempre supo que iba a morir joven y era de esperarse, para los menesteres en los que andaba metida, no era para menos.

Intenté cambiarle el nombre a la criatura, pero tardé menos en resignarme que en seguir encaprichándome con la idea, la niña nomás no entendía ni por Cristal, ni por Mercedes, ni por Jobita; ante los ojos de Dios era Abundia y hacía yo muy mal en andar queriendo cambiar su voluntad.

Era una muchachita buena, fea de a tiro, pero buena; tenía un mechón de pelo finito y no tenía cejas de lo cuatrera que estaba; pero eso sí, era muy hacendosa, me ayudaba con los quehaceres de la casa, iba por la masa, alimentaba a los pollitos y ya por las tardes se ponía a jugar con las hijas de mi comadre Rosa; Abundia era como cualquier niña del rancho, hasta que nuestra suerte cambió el día en el que se hizo señorita, ese día El Mal se hizo presente en nuestra casa. A veces cuando les cuento la historia a las gentes que no son de por aquí, me preguntan que qué es El Mal, que si no será el diablo, pero no, acá El Diablo tiene ruedas y nos lleva de una comunidad a otra, El Diablo no tiene nada que ver con estas cuestiones. El Mal es la manifestación de todo lo que es pecado en el mundo de los hombres, de los animales y hasta de las plantas. El Mal es sentir la tristeza de la vida, esa pesadez que, una vez que se simbra en tu alma, no te abandona hasta que logra conseguir que salga lo peor de uno y lo ponga en evidencia ante todos. El Mal ventila tus más profundos secretos y las peores intenciones; nadie puede escapar de él porque todos tenemos negrura en los pensamientos y es por eso mismo que uno tiene que estar en comunión con Dios, para que él interceda por nosotros a la hora que quiera atraparnos y nos ayude a salir de aquella oscuridad, bien lo reza el Padre Nuestro: “Líbranos señor de todo Mal, amén”.

La llegada del Mal para Abundia se manifestaba siempre después de que llovía, no importaba si era lluvia de la menudita, con la simple intención de una nube mal acomodada bastaba para que ella saliera encuerada a revolcarse en el lodo, bramando sin placer, sin dolor, sin forma, comiendo desesperada puñados de grava que terminaban por partirle los dientes, se frotaba en las paredes de la cocina de barro como si algo la quemara por dentro, votaba la ropa y se colgaba de la cerca de otates intentando escapar de lo que sea que la persiguiese; ya mi comadre escuchaba los gritos y se traía a la comitiva de chamaquitos para ayudarme, pero Abundia se volvía resbalosa, ágil como culebra, nos burlaba a todos y terminaba por saltarse la cerca y echarse a correr bien recio, aunque uno saliera tras de ella, la bruma que traía consigo la lluvia no dejaba seguirle el rastro. Aparecía al día siguiente cerca de algún pozo, durmiendo, con el cuerpo lleno de heridas, pero con las jetas tranquilas y un olor a perra en celo que revelaba lo que había hecho la noche anterior. Con Abundia aprendí que a veces el alma se sosiega después de atravesar el infierno, que hay almas que encuentran consuelo entre el fango y la sangre.

Me la llevaba colgando del burrito a casa de mi comadre Rosa, quien ya me esperaba con ramas de ruda para barrerla bien recio y después la tallaba con un huevo en nombre de la Santísima Virgen María, huevo que salía cocido, porque el calor que llevaba ella por dentro, fermentaba hasta su propio sudor.

Esta niña estaba pagando en vida lo que su madre había dejado pendiente, doña Ponciana de la Orta había tenido secretos oscuros bajo sus faldas. Es ella quien había llevado el culto de la Santa Muerte a nuestra tierra. A palabras de algunos, aprovechó del don que tenía para el mal. De ahí de donde somos, hay personas que nacen con un don que Dios les da, el de curar enfermedades, hasta las que parece que son mortales, para Dios no hay imposibles y él obra desde sus ojos y manos para poder hacer su labor. Ponciana de la Orta, la mamá de Abundia y la que fue mi patrona, tenía ese don. Dicen que desde pequeña, se sentaba a jugar a las comiditas con unos amiguitos que solo ella podía ver, sus papás decían que eran ángeles, y que ellos le traían los remedios y las noticias que Dios encomendaba para con ella. Ya cuando se hizo mujercita, aunque todavía estaba chamaca, la llamábamos para que nos hiciera el milagro, no importaba si era una herida infectada o una fiebre que no paraba por días, ella hacía lo posible y si no había más remedio, nomás se hacía a un ladito y nos decía que ya no había nada que hacer, que Diosito lo había llamado y ella solo había venido al mundo a cumplir su merced.

Ponciana de la Orta se casó con un buen hombre, charro, guapo, joven como ella. Pero al parecer su don tenía un precio muy alto, porque no lograba concebir criatura, así como llegaban se venían envueltos en sangre. El charro le decía que podían adoptar algún muchachito de esos que le llegaban a la gente pobre, porque tal parece que ser pobre te da la bendición de parir mucho. Con el tiempo y los embarazos fallidos, algo dentro de ella había muerto: su fe. Entonces en un acto de rabia y dolor incontenibles, juró su alma al oscuro, prometiéndole que si le permitía ser madre, le dedicaría la misma devoción que le había tendido a Dios nuestro Señor, que se convertiría en sierva fiel de sus misterios.

Al día siguiente de la promesa, muy temprano los vecinos tocaron a la puerta para avisarle que su mamá estaba con mucha fiebre. Al llegar se dio cuenta que no había nada que hacer, que ya Dios la había solicitado. Envuelta en la misma rabia de la noche anterior, sacó a todos del cuarto y entre lamentaciones, gritos, sollozos, articulaba palabras que eran incomprensibles. Salió al patio por una gallina, desolló a la misma y bañó a su pobre madre con la sangre del animal. Entró el charro por ella, que la sacó hecha un trapo, lánguida, ensangrentada, con las uñas llenas de tierra.

Ya en el funeral, Ponciana no rezó, no pidió por el alma de su mamacita, no cantó. Se mantuvo alejada, vestida de negro, sin llorar. “Señor, me haz mirado a los ojos, sonriendo, haz dicho mi nombre, en la arena, he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar…” Clamaban los dolientes mirando de reojo al bulto que se divisaba entre las flores del camposanto.

Los días siguientes, aquel que había sido un templo de adoración, hoy era un lugar desolador. El Charro terminó huyéndose con otra mujer y eso solo avivó el resentimiento que habitaba dentro de Ponciana. Muchos dicen que no se fue con otra, pero que ya las cosas que se veían en esa casa no las aguantaba un buen cristiano. “Se dice buen cristiano, pero vean como me ha dejado, bien cargadita” decía ella en su defensa, pero en su voz no se escuchaba ni reclamo, ni malestar; sino alegría. Alguna vez ella me lo dijo, la única función que tenía aquel charro, era meramente reproductiva.

Conforme avanzaba el embarazo, el huacalito donde Ponciana solía curar a nuestros enfermos se transformó, ya no era un lugar reconfortante y humilde, ahora era un lugar de fiesta y cantos extraños, donde iban a parar gentes que no eran de la comunidad. Todos los visitantes llevaban la imagen de la Santísima Muerte, ya sea en la ropa, colguijes, tatuajes, estampas. La casa fue creciendo, tanto que era la única de dos pisos que existía la comunidad.

Doña Ponciana de la Orta parió un dos de noviembre, tuvo una niña a la que llamó Blanca. Se sentía afortunada por haber tenido a la chamaca en esos días, por sus creencias, lo tomó como un regalo de la Santísima para con ella.

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