En el corazón de Querétaro se alza una estructura majestuosa que, más allá de su impresionante arquitectura, guarda una historia que pocos conocen. Con 74 arcos de y casi mil 300 metros de longitud, el no sólo llevó agua a la ciudad en el siglo XVIII; también llevó consigo un acto de amor silencioso y eterno.

Esta no es una historia cualquiera. Es la historia de un noble español que, incapaz de vivir su amor, decidió inmortalizarlo en piedra.

El marqués y la monja: un amor imposible

Se cuenta que Don Juan Antonio de Urrutia y Arana, marqués de la Villa del Villar del Águila, era un hombre poderoso e influyente. Cuando llegó a Querétaro en el siglo XVIII, su vida dio un giro inesperado. En uno de los viajes que realizó acompañando al séquito de monjas capuchinas que se dirigían a fundar un convento en , conoció a Sor Marcela, una joven monja de una belleza serena y profunda devoción religiosa.

Era, además, sobrina de la esposa del propio marqués. Pero eso no impidió que algo naciera entre ambos. Una conexión inmediata, un sentimiento imposible, un amor que —según cuenta la leyenda— fue tan puro como inalcanzable.

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Sor Marcela también se sintió conmovida, pero sus votos eran irrenunciables y el convento era su destino final; sin embargo, no quiso que ese amor quedara en el olvido y le pidió al marqués un acto de compasión: construir un acueducto que trajera agua limpia a la ciudad, pues la población enfermaba por consumir agua contaminada de los ríos y arroyos.

Amor transformado en legado

El marqués, lejos de alejarse de su amada, encontró en su petición una forma de amar sin poseer. En 1726, comenzó la construcción de uno de los proyectos más ambiciosos del México colonial.

De acuerdo con datos históricos, durante más de una década, cientos de trabajadores dieron forma a una obra sin precedentes: 74 arcos que atraviesan el paisaje queretano, elevándose hasta 28 metros de altura y transportando el agua desde el manantial de hasta el corazón de la ciudad.

La monumental estructura fue más que una solución al problema del agua. Fue una declaración de amor. Un mensaje silencioso que ha resistido siglos, tallado en cantera rosa, mirando al cielo y cruzando la ciudad.

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Una promesa entre rezos y piedra

Dicen que, cada noche, Sor Marcela rezaba por el alma del marqués. No hubo cartas, ni encuentros secretos, solo plegarias y gratitud.

Él, por su parte, jamás buscó reconocimiento público, pero una fuente fue erigida en su honor: “La fuente del marqués”, donde cuatro perros beben en torno a su figura, simbolizando la fidelidad, el servicio y la generosidad de quien llevó el agua —y el amor— a Querétaro.

Más que una obra de ingeniería

El Acueducto de Querétaro no sólo es una joya arquitectónica del siglo XVIII ni un emblema del estado. Es una promesa cumplida. Desde 1996, ha sido reconocido como y cada uno de sus arcos sigue recordando que el amor, aunque no siempre se consuma, puede dejar huellas imborrables.

Caminar por la es recorrer no sólo la historia de una ciudad, sino también una historia de amor que se negó a desaparecer. Una que eligió permanecer no en palabras, sino en piedra y agua.

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Un monumento al amor que aún respira

Hoy, el Acueducto de Querétaro sigue en pie, elegante, silencioso, contando su historia sin pronunciar palabra. Miles de visitantes lo fotografían, lo admiran, lo cruzan, pero pocos saben que tras su belleza hay un amor imposible, una promesa hecha oración y un hombre que, sin obtener nada a cambio, decidió cambiar la vida de toda una ciudad para honrar el sentimiento que lo marcó para siempre.

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