Cuando Francisco Toledo volvió de Paris a México, llegó precedido por un artículo ditirámbico de Octavio Paz sobre su arte. Toledo era el creador de un nuevo estilo que recuperaba con un ojo contemporáneo las formas y los temas de los antiguos códices indígenas, escribió Paz. Era no solo un maestro de la plástica, era un camino estético para México.

Pero la ciudad capital de México trató mal a Toledo. Le descubrió lo que era ser indio en tierra de mestizos salvajes. Puedo contarlo de primera mano: fue por esos días en que empezamos a frecuentarnos.

El mesero del Café Viena, donde solíamos comer, me preguntaba a mí, por entonces una treintañera, si yo pagaría la cuenta. No importaba que en cada ocasión la pagaba ese hombre de pelo enmarañado, camisa y pantalones de mezclilla, huaraches de cuero. Se enojaba porque Francisco había dibujado la servilleta de tela blanca y lo regañaba como a un sirviente. No importaba que en cada ocasión Toledo pagaba la servilleta.

En el balneario Las Estacas, luego que nos metimos al agua helada del río, un policía acudió a ordenarle que se saliera del agua. Esto no es para prietos, dijo, mientras observaba a Francisco salir mansamente a la orilla de pasto.

Se fue a refugiar a su pueblo natal, Juchitán, tierra de indios.

—Ya no me gusta lo que hago —me había dicho una semana antes, en un restaurante de chinos. —Tengo muchos deseos de salirme de los lienzos. De llegar a la gente. De trabajar para ellos, no solo para los ricos que pueden comprar lo que hago.

En Juchitán abrió una prensa para imprimir libros, pero una mala tarde el ejército irrumpió en la prensa y requisó los libros, porque entre los libros de poesía, de cuentos y de ensayo, habían algunos libros “subversivos”, traducción: de teoría política de Izquierda.

Toledo anduvo embroncado por el asalto muchísimos meses. Cuando la Secretaría de Hacienda le reclamó los impuestos que no quería pagar al Estado mexicano, porque decía que devendrían en botas y armas para soldados, les mandó un cuaderno de dibujos soeces en tinta china. Lo que se le volvió costumbre: en lo sucesivo, pagó sus impuestos con unos cuadernos de dibujos en que retrataba metafóricamente lo que el Estado le hacía a su Patria chica, los ahora célebres Cuadernos de la mierda, que la Secretaría de Hacienda ha exhibido con orgullo numerosas ocasiones.

Y fue por esos años que al fondo de su desolación Toledo encontró su método para ser feliz. Se instaló en Oaxaca y empezó a comprar casas, que atildaba y luego abría a la gente.

Una casa la transformó en museo de arte contemporáneo. Otra casa la transformó en biblioteca de libros de arte. Otra casa, enorme, empotrada en un cerro, otrora una fábrica textil, la convirtió en una escuela internacional de arte. Una estación de vigías al pie de una cascada se convirtió en una prensa para imprimir grabado. Un monasterio en el corazón mismo de la ciudad lo convirtió en un jardín botánico de cactáceas.

Abrir, abrir, dejar entrar a todos, esa es la esencia del Método Toledo.

En su gesta lo vino a auxiliar un millonario, Alfredo Harp Helú, la asociación de artistas oaxaqueños que fundó, Pro Oax, el Consejo Nacional para las Artes, que subsanó algún porcentaje de los gastos, y sobre todo, el mismo pueblo de Oaxaca: la gente. La gente entendió la transformación que realizaba Toledo de Oaxaca y lo siguió en el espíritu: re-imaginar con un ojo contemporáneo lo autóctono e invitar a todos a habitarlo.

Así fue que Oaxaca reinventó sus artesanías y sus artes y el estilo de sus casas y su comida, y se transformó en lo que hoy es, una de la ciudades con mayor personalidad en el mundo. Una ciudad como ninguna otra, que seduce con su peculiar estética a mexicanos y extranjeros. Una ciudad transformada por el arte, cuya identidad se funda en el arte.

El Método Toledo se cifra, como en una nuez, en la casa que habitó en Oaxaca. Cuando Toledo salía de Oaxaca, no cerraba las puertas de la casa ni cerraba el portón de la reja que circundaba sus jardines. Dejaba todo abierto, para que en su ausencia la gente disfrutara los jardines y la casa.

Ese, y no otro, es el mayor sueño de un artista: que su propiedad privada se vuelva un bien común. Que su jardín se vuelva el jardín de todos.

Descanse en paz el querido maestro Toledo. Deja un jardín enorme, para que la gente se extravíe por su exuberante fauna y flora, y respire el aire luminoso de la generosidad.

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