Muchos comparan al presidente Peña Nieto con Carlos Salinas. Hay quienes aseguran, por molestar, que el actual presidente sólo sería un títere del “innombrable”. A mí me parece esto un infundio, pero no dudo que Peña Nieto haya aprendido mucho de quien fue Presidente hace un cuarto de siglo. Hace unas semanas Luis Rubio escribía que en sus años de analista sólo había conocido tres hombres de poder en la Presidencia: Echeverría, Salinas y Peña. Y los primeros dos sin duda intentaron construir un Estado diferente del que recibieron.

Echeverría se consideró siempre el heredero legítimo y reconstructor del cardenismo. Repitió, todo lo que pudo, las acciones del general en su gobierno: repartos de tierra, ampliación de universidades, reforzamiento de sindicatos, gran incremento de empleos gubernamentales. Pero habían pasado más de tres décadas, y Echeverría no era don Lázaro. Creó, sin embargo, una corriente de izquierda dentro del PRI que sigue hasta la fecha, no toda en ese partido, ni en el PRD, que fue su primer destino. La herencia de Echeverría es deplorable. En lo económico, fue el iniciador de las grandes crisis; en lo administrativo, nos dejó un gobierno más ineficiente y grande; en lo político, nos heredó una corriente populista y retrógrada; en lo social, fue el creador de grupos de interés dedicados a vivir del gobierno.

Carlos Salinas ocupó el extremo contrario del espectro político, y por ello una parte no menor del PRI se resistía a su llegada a la Presidencia. Tanto el echeverrismo como el cardenismo intentaron impedirlo, pero fracasaron. Por eso abandonaron el PRI, se sumaron a la izquierda y construyeron el PRD, que desde su origen ha despreciado a Salinas. Pero éste intentó transformar a su partido y al país eliminando lo que Echeverría había hecho y reduciendo en lo posible la sombra de Cárdenas. En buena medida, el régimen de la Revolución inicia con Cárdenas y termina con Salinas. Ambos ejercieron el poder a plenitud, sustituyeron a más de la mitad de los gobernadores y transformaron a México. El primero logró culminar su obra, el segundo no. No porque la obra haya sido pequeña: el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica fue un cambio espectacular, y nos ha permitido sobrevivir por 20 años. Pero en 1994 vivimos un año terrible, que yo atribuyo al enfrentamiento político, y que provocó la crisis económica de 95 y el eterno descrédito de Salinas. A diferencia de Echeverría, creo que la herencia de Salinas es menos deplorable. En lo económico, aun a pesar de la crisis, dejó un país incorporado en la globalización; en lo administrativo, un gobierno más eficiente y reducido, pero igual de corrupto; en lo político, su herencia creo que ya es evidente.

Si Peña es, como dice Rubio, un hombre de poder, y un estadista como los dos anteriores (aunque no a todos les guste el Estado que cada uno de ellos pensaba construir), le queda por delante un sexenio a un ritmo parecido a lo que hemos visto en los primeros tres meses. Otra vez, no a todo mundo gusta lo que Peña Nieto está haciendo, ni les gustará el tipo de Estado que va a construir, pero parece que realmente está pensando en dejar un México muy diferente del que recibió (por cierto, vuelvo a insistir que recibió mejor las cosas que los otros dos mencionados). Peña Nieto ha actuado por nota. Legitimó su gobierno y dividió a la oposición con el Pacto por México, aprovechó lo bueno que le dejaron para transformas las expectativas, dio un golpe maestro que le devolvió a la Presidencia su posición como piedra angular de un sistema político metaconstitucional, y de inmediato aprovechó esa posición para promover la reforma más importante a ojos internacionales y del círculo rojo.

Ahora le falta esa acción trascendental que sostenga el cambio de rumbo. Se me ocurre una posibilidad: la energía. Imagine usted una transformación del sector en la que se permita inversión privada, como dice el Pacto, en ductos, transportación y distribución, pero a la que se sumen dos nuevas empresas, en asociación público-privada: Petróleos de Aguas Profundas y Gas no convencional de México. No privatiza, complementa. Y de paso, atrae carretadas de inversión, sienta las bases para el futuro, y va borrando el pasado. Una gran oportunidad, sin duda.

Profesor de Humanidades en el ITESM-CCM

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