Hay quienes ven la transición de 2012 democrática y hay quienes la ven como una regresión al pasado. La verdad es que el observador objetivo puede contemplar tan sólo una línea continua de olvido de los valores reales y del sustento de la democracia en México. No es una transición que va de un lugar a otro, sino un dar vueltas —como las carretas sicilianas, que son de una sola rueda— sobre el mismo eje.

Apunto una frase del genial Alexandr Solzhenitsyn sobre este tema: “Desde sus orígenes, la democracia europea se nutrió del sentimiento de responsabilidad de la autodisciplina cristiana. Y, sin embargo, poco a poco, esos cimientos espirituales se vieron socavados. La indiferencia espiritual engendrada, impulsada por la dictadura de la trivialidad, de la moda y de los intereses de grupo”. Y agregaba, en el caso de Rusia y la perestroika impulsada por Mijaíl Gorbachov: “No entramos a la democracia en la hora en que ésta goza de mejor salud”.

¿Por qué no se ve la “transición” hacia la democracia en nuestro país? Porque hemos sustituido el “sentimiento de responsabilidad de la autodisciplina cristiana” por un complicado formulismo electoral, que nada tiene qué ver con la elección de los que mejor encarnan el “alma nacional” (según la famosa sentencia de Alfonso Reyes), sino de aquéllos que mejor entienden los pasadizos secretos, los territorios umbrosos, los bulevares periféricos de la ley electoral. En otras palabras: más que los dispuestos a servir hasta dejar el pellejo por sus compatriotas, los que son más “vivos” y menos responsables del destino de los demás.

No sé si alguna vez nuestra joven y embeleca democracia tuvo “cimientos espirituales”, aunque supongo que sí. Lo que es cierto es que hoy no aparecen. Los partidos se han convertido —los más y los menos— en negocios de sumar firmas para sumar recursos públicos. No representan a nadie más que a dos o tres camarillas en pugna universal contra los “enemigos”. Son indiferentes ante la miseria y ante la muerte por inanición de miles de mexicanos. Su pasión —por decirlo de alguna manera— está en la trivialidad: cuántos puentes, cuántos muertos, cuántas banquetas, cuántas despensas… El basamento espiritual nunca es cuantitativo. Una sola muerte por hambre, ¿vale más o menos que 10 mil kilómetros de carreteras remozadas?

La ética del otro, la que dio pie a la democracia occidental, a nuestra democracia, simplemente ha desaparecido. Al otro o se le ve —desde el poder político como desde el económico, que suelen confundirse, imbricarse y dormir juntos en la misma cama— o como una amenaza o como un activo. Ese “otro como yo” que fundamenta la democracia es, en nuestros gobiernos de todos los colores, una bonita forma de retórica para escurrir el bulto y quedar bien con la sombra que acompaña al poder.

Tampoco nosotros, en México, entramos en buena hora al cambio de presidente en Los Pinos en el año 2000. Los cimientos estaban blandos. La fuerza espiritual de un país, medida por la solidaridad y la cohesión social, había sido resquebrajada. Los valores cristianos metidos en la sacristía, o en el olvido. Hoy sufragamos con los ojos cerrados. Como quien mete una lombriz en un agujero. ¿Qué es la democracia sin valores de espíritu? Una monserga; una faramalla, una colección de discursos huecos, signos en el vacío, soledad y abandono. Parodiando a André Malraux: la democracia en México, o será cristiana o no será.

Periodista y editor

Google News