Son las siete de la noche y las enormes puertas del albergue Yimpathí se abren para recibirme. Ingreso por primera vez a este lugar, los procedimientos y las personas son nuevas para mí. Estoy desubicada, pero me alienta la idea de no pasar una noche más en la calle, con frío y miedo.

Una mujer me indica que debo llenar un registro, si no sé escribir, alguien puede ayudarme a llenarlo.

La licenciada Delia Sánchez Jiménez es la administradora del lugar.

En la entrada del albergue encuentro a personas en la misma situación; necesitamos un lugar donde comer y dormir; al día siguiente algunos volveremos a nuestras comunidades, otros seguirán recorriendo el país en caso de ser migrantes y los que no tienen familia, seguramente volverán aquí la siguiente noche.

Me entregan un formulario y relleno los espacios en blanco. Explico mi estado civil, ocupación, de dónde soy, hacia dónde me dirijo, si consumo tabaco, drogas o alcohol, si tengo alguna enfermedad, olvido las cosas o sufro ataques epilépticos.

Entrego el formulario junto con alguna identificación, puede ser credencial de elector, licencia de conducir, pasaporte o acta de nacimiento. Como esta es la primera vez que ingreso al albergue, la licenciada Delia me registra también en una computadora y me toma una fotografía: “Es sólo para comprobar que eres tú el que ingresa”, me comenta con una leve sonrisa en el rostro.

Una vez que terminaron de capturar mis datos, una mujer que es guardia en el albergue me pide que entregue mis pertenencias para resguardarlas en un casillero en lo que dura mi estancia.

La misma mujer, de nombre Sonia, revisa entre mi ropa para que no ingrese con algún objeto peligroso o punzocortante, soplo frente a su cara para comprobar que no estoy en estado de ebriedad y ahora sí puedo pasar a los dormitorios.

Llego a la parte superior del albergue, una mujer me espera con una cobija y una toalla de baño, me lleva al dormitorio número tres y me indica la parte alta de una litera, ahí es donde dormiré porque soy joven y aún tengo fuerzas, las mujeres mayores duermen siempre en la cama baja.

Todos debemos bañarnos antes de bajar a cenar, así que me dirijo a las regaderas. Espero unos 15 minutos y es mi turno. Acomodo lo mejor que puedo la cortina de baño que funge como puerta y separador. El agua está caliente, un bálsamo para el cansancio. No tardo más de cinco minutos en la regadera y cuando salgo ya hay más personas en el dormitorio.

El albergue tiene 11 dormitorios, casi todos en la planta alta. Al centro se encuentra un patio grande que se convierte en comedor para la cena y el desayuno, al mismo nivel del patio está la cocina y una sala de estar, con una televisión, una videocasetera y algunos libros.

Bajo a cenar y reconozco una canción familiar “Dale, dale, dale, no pierdas el tino…”. Una familia ha llegado inesperadamente y ha traído piñatas para los chicos y grandes. Los pequeños del albergue son los primeros en aprovechar la oportunidad. Se siente el espíritu navideño.

Me entregan un distintivo con el que paso a la cocina para recibir mi cena. Huevo con ejote, frijoles y un vaso de agua fresca. Entre todos armamos y desarmamos sillas y tablones según lo necesitemos, al final doblamos y ponemos todo en su lugar. La cena es un breve momento de convivencia entre desconocidos que frecuentemente nos encontramos en las calles o bien en otros albergues.

Para las nueve de la noche, la gran mayoría de los que dormiremos en el albergue hemos terminado de cenar y subimos a los dormitorios, pero las puertas del Yimpathí, que significa viajero en otomí, seguirán abiertas hasta las 11 de la noche para recibir a las últimas familias de la noche. En esta ocasión somos un total de 215 personas, el Yimpathí tiene capacidad para 400.

Una vez en mi litera, comienza una orquesta de ronquidos, entendible por el cansancio, todas duermen profundamente, de vez en cuando un bebé llora a todo pulmón. Las últimas familias de la noche llegan al albergue, escucho de nuevo las regaderas a las tres de la mañana, pero nada de eso me impide dormir. Estoy exhausta y el dormitorio es cálido.

Algunos trabajadores del Yimpathí permanecen despiertos toda la noche, están de guardia, vigilando todas las áreas y alertas por si ocurre algún incidente.

Volveré pronto

Ya amaneció. Siento que la noche duró sólo cinco minutos. La temperatura es de ocho grados a las siete de la mañana, pero ni siquiera lo noto. En el dormitorio de mujeres doblamos y entregamos las cobijas. Algunas se acomodan a los niños en la espalda y todas bajamos a desayunar. Esta vez sopa fría y un vaso de avena que preparó Arturo el cocinero del lugar, que frecuentemente se detiene un momento para platicar con nosotros y escuchar nuestras historias.

Los hombres hacen los mismo en su dormitorio y nos reunimos todos en el patio central que nuevamente se convierte en comedor. Antes de irme reviso entre la montaña de ropa que la gente donó al albergue, a ver si alguna prenda me queda y me sirve, también puedo escoger algún par de zapatos.

Poco a poco todos retomamos nuestra vida cotidiana. Recojo mis pertenencias, me siento agradecida con el personal que siempre fue amable conmigo. Les doy las gracias, deseo que Dios los bendiga. Quién sabe, tal vez volveré pronto.

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