Hay gente buena en el mundo. Hombres y mujeres que desean lo mejor para otros, que trabajan con gusto porque sus frutos serán compartidos con los demás y se sienten bien cuando ven felices a otros.

También hay “Mala gente, que camina / y va apestando la tierra” como escribió Antonio Machado. Sin embargo, el poeta se detiene, cobra aliento y añade: “Y en todas partes he visto / gente que danzan o juegan, / cuando pueden, y laboran / sus cuatro palmos de tierra”. Muy pocas veces estas personas bondadosas logran pasar a la historia: “Son buenas gentes que viven, / laboran, pasan y sueñan, / y en un día como tantos, / descansan bajo la tierra”.

Esas buenas gentes, en su mayoría, ni siquiera son recordados después de muertos. ¿Tú sabes los nombres de tus tatarabuelos?

Hubo en Inglaterra, hace cinco siglos, un tipo bueno, dotado de inteligencia y visión, llamado Thomas More, al que conocemos como Tomás Moro. Este político y humanista, graduado de Oxford, amigo de Erasmo de Rotterdam, escribió un libro llamado Utopía. Se publicó en París en 1516. Estamos cumpliendo cinco siglos desde su aparición.

Moro ha pasado a la historia como santo. La Iglesia Católica lo canonizó por haber defendido sus creencias frente al poder emanado de Henry VIII. Moro había sido el embajador británico en los Países Bajos, miembro del Consejo Privado y canciller. Era un hombre de confianza del rey. Sin embargo, tuvo el valor de enfrentarse a él cuando le pareció que Henry VIII no estaba actuando con ética. Moro fue encerrado en la Torre de Londres en 1534 y decapitado un año después.

Volvamos a Utopía. Tú sabes: esta palabra compuesta significa “No hay ese lugar” porque la U viene del prefijo griego ou, que es una negación, y la palabra “topos”: lugar. Utopía, definida por Moro, es una isla donde los habitantes viven en armonía, con respeto, tolerancia y trabajo para todos. Está inspirada en la República de Platón.

Resulta que Utopía, la isla imaginada por Moro, se encuentra en el Nuevo Mundo. Moro estaba feliz con el reciente descubrimiento de nuestro continente, que había sido visitado por el geógrafo Américo Vespucio. El protagonista de Utopía, Raphael Hythlodaeus, es en la ficción uno de los hombres que viajó con Vespucio, en 1507. Raphael cuenta en cartas lo que vivió en América, en especial sus experiencias en la isla de Utopía, donde permaneció por cinco años observando las costumbres de los lugareños. Por eso, Utopía es un relato enmarcado, es decir, una narración dentro de otra.

En Utopía hay 54 ciudades, cada una dividida en cuatro partes iguales. La capital está al centro de la isla. Cada ciudad tiene 6,000 casas, donde viven entre diez y dieciséis adultos, con sus pequeños hijos. La agricultura es la actividad principal, y cada persona debe dedicarse a las labores agrícolas durante dos años. Luego se van a la ciudad por un tiempo equivalente. Hombres y mujeres trabajan por igual. También deben desarrollar habilidades como tejedores, carpinteros, herreros y albañiles. La jornada es de seis horas.

No hay propiedad privada: los bienes de la comunidad se encuentran en bodegas y de ahí se obtienen para cubrir las necesidades de todos. No hay cerraduras en las puertas de las casas, que se intercambian entre los ciudadanos cada diez años. Hay servicios médicos gratuitos, la eutanasia es una práctica permitida, los sacerdotes pueden contraer nupcias y los casados pueden divorciarse. Cada quien sigue la religión que prefiere, y todos lo respetan.

La noción de la Utopía, esa sociedad perfecta, llegó a los ojos y el corazón de un sacerdote llamado Vasco de Quiroga. Es probable que haya leído el ejemplar que pertenecía al obispo Juan de Zumárraga y que ahora forma parte de la biblioteca de la Universidad de Texas en Austin.

Quiroga, quien nació en Ávila, España, fue designado el primer obispo de Michoacán por el Emperador Carlos V. Fue un padre amoroso para los indios, quienes le nombraron Tata.

Piensa en Quiroga leyendo a la mortecina luz de una vela, encendido su corazón con amor al prójimo y el corazón con taquicardia de solo imaginar, en Michoacán, una serie de Repúblicas de Indios. Escribió el libro Información en Derecho, para argumentar en contra de los decretos de la Corona, que reducía los ya ínfimos derechos de los indios. También escribió La Utopía en América. Quiroga logró su sueño: alrededor del lago de Pátzcuaro se desarrollaron varios pueblos que intercambiaban bienes: los pescadores de Pátzcuaro cocinaban con la harina del molino de Erongarícuaro en las ollas de Santa Clara del Cobre, y tocaban guitarras de otra aldea que hoy se llama Quiroga.

No todo era miel sobre hojuelas. Quiroga trató de perfeccionar una sociedad humana que cometía pecados, quebrantaba las leyes y sufría los terribles dolores que vivir trae consigo.

Tata Vasco, ese brillante soñador, viajó a Trento en 1547 para participar en el concilio; llevó consigo a varios indígenas purépechas y los presentó ante los prelados de mayor jerarquía. Qué momento más emocionante, cuando los clérigos europeos vieron a los nativos americanos, viajeros globales nacidos aquí. A su regreso se detuvo Quiroga en República Dominicana, y de Santo Domingo se trajo plantas de plátano para reproducirlas en Michoacán. Su mente era enciclopédica y universal.

Moro inventó en un libro una sociedad perfecta. Su influencia fue universal: cientos de autores de ciencia ficción, guionistas de cine, políticos y filósofos se han inspirado en su obra para crear novelas, películas y discursos que modifican leyes para lograr un mundo mejor. Quiroga vivió con esa flama encendida en el corazón y transformó pueblos. Dos utópicos magníficos, Quijotes de carne y hueso. Desde aquí les rindo un humilde homenaje. Que en la eternidad hayan encontrado la armonía anhelada.

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