Son varias las batallas que deben dar en este sexenio las fuerzas armadas (FFAA). Una es la reanudación, con otra estrategia, de la lucha contra el crimen organizado. No pueden perder la batalla de nuevo. Otra es contra su añeja tradición de secrecía y de evitar al máximo el dar cuenta de sus actos a la sociedad. Aquí conviene subrayar que, pese a lo anterior, la opinión pública mantiene al ejército como una institución confiable: en octubre de 2018, Consulta Mitofsky encontró que el ejército tenía una confianza pública que sólo estaba por debajo de las universidades y la iglesia.

La creación y naturaleza de la Guardia Nacional (GN) es una de las discusiones sustantivas que se tienen en este inicio de sexenio. Se trata de una de las grandes apuestas del actual gobierno. Dentro de esta discusión, un tema central es la naturaleza militar de la nueva estructura y propia de dos de las tres instituciones de las que provendrán sus primeros efectivos: ejército y armada.

Quienes ponen en duda la idea misma de la GN, o bien, a su estructura y orden interno, argumentan que eso propiciará que en la tarea que se le va a encomendar —la lucha contra un crimen organizado cada vez más organizado y más descaradamente retador frente a la autoridad y la sociedad— seguirá propiciando la violación de los derechos humanos que se dio en el pasado (Daniela Rea y Pablo Ferri, La tropa. Por qué mata un soldado, Aguilar, 2019).

Ningún jefe, general o almirante mexicano en activo o en retiro ha salido a argumentar en el mismo plano que sus críticos sobre la naturaleza de la relación entre las FFAA y los derechos humanos. A lo más que han llegado es a insistir que ellos, los militares, no decidieron ni buscaron ser el principal instrumento en la lucha contra la criminalidad. Que esa tarea se les impuso porque no había policía a la altura de las circunstancias, y que esas circunstancias se resumen en un indicador dramático: el inicio de este año el promedio de homicidios dolosos fue de ¡92 diarios!

Pero ¿qué argumentan los militares de otros países en torno a su propensión a la violencia en situaciones de conflicto en medio de civiles? Aquí viene al caso la opinión de Waitman Wade Beorn, un oficial de caballería, egresado de West Point, que en 2003 estuvo asignado a una unidad de combate en Iraq, que actualmente imparte clases en la Universidad de Virginia y que es autor de Marching into darkness: the Wehrmacht and the Holocaust in Belaruse, (Harvard University Press, 2014).

Por su propia experiencia de mando en situaciones donde el enemigo se mezcla entre los civiles, por otros casos muy concretos en que soldados norteamericanos cometieron crímenes de guerra en Iraq o Afganistán y por su investigación sobre el comportamiento diferenciado de unidades alemanas en el frente ruso durante la II Guerra Mundial, Beorn concluye: “Los soldados toman muy en serio aquellas cosas que sus superiores toman muy en serio”. En su estudio, el autor hace notar que, en mayo de 1941, en vísperas de la invasión a la URSS, Hitler directamente informó a sus tropas que: “no es obligatorio que los miembros de la Wehrmacht y sus empleados sean juzgados por acciones cometidas contra la población civil enemiga, incluso si su conducta es un crimen de guerra o una violación criminal de las leyes militares”. Más claro, ni el agua: las FFAA alemanas podían actuar como les viniera en gana contra la población civil rusa y ni qué decir contra los prisioneros del Ejército Rojo y sus comisarios. Sin embargo, la investigación de Beorn encuentra que, pese a las instrucciones criminales que recibieron de su máximo líder y al entorno ideológico y racista en que se desarrolló la campaña en Rusia: “La cultura de cada unidad y su liderazgo institucional influyeron de manera muy directa en que estas unidades cometieran o no crímenes de guerra. Encontré que un liderazgo criminal desembocó en unidades criminales”.

Todo lo anterior viene al caso porque, nos guste o no, queramos o no, el ejército y la armada son hoy y aquí las instituciones públicas con mayor capacidad y credibilidad para enfrentar la violencia en aumento del crimen organizado. Su disciplina y la vigilancia de su conducta, la obediencia a lo largo de toda la cadena de mando —de los soldados respecto a las clases, de éstas a sus oficiales, de la oficialidad a sus jefes y de estos a sus generales o almirantes—, no es algo que la nueva GN pueda lograr por sí misma de la noche a la mañana, llevará tiempo y espíritu de cuerpo instalarla.

Ni duda que en el pasado remoto y en el reciente ha habido violación de los derechos humanos por parte de las FFAA —Tlatlaya o Palmarito son ejemplos recientes—, para no irnos al 68 o a lo ocurrido durante “la guerra sucia”. En todo caso, si la tesis de Beorn es válida, hoy la responsabilidad del comportamiento de las FFAA en relación a los derechos humanos recae directamente sobre el presidente que, a diferencia de sus antecesores, ha decidido involucrarse directa y cotidianamente en el tema de la seguridad. La responsabilidad de las operaciones concretas del día a día recae en los encargados de la Secretaría de la Seguridad Pública y Protección Ciudadana, del general secretario de la Defensa, del almirante secretario de la Armada y del jefe de la GN.

En vista de lo anterior, las FFAA mexicanas deberán de abandonar ya toda su arraigada cultura de secrecía, de insistencia en un tratamiento especial, de no dar cuenta de sus actos y dejar atrás los resabios del “fuero militar” que vienen de la época colonial.

Las batallas externa e interna de las FFAA deben darse —y ganarse— para devolver al país la tranquilidad y confianza en sí mismo. Además, si se vuelven a perder, toda la 4T se verá seriamente afectada y la modernización y democratización de México y de su ejército seguirán en vilo.

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