Capítulo 5

Voz narrativa: Alma

Siempre nos queda un rasgo de inocencia, inclusive a los perversos, es a veces lo único bueno que nos habita. He ahí la razón del dolor, porque el mal solo puede amarse a sí mismo, aunque eso implique morir de vez en cuando:

>>> ¿No tienes frío mamá? No, a los jóvenes no nos da frío. Siempre me ha molestado que mi mamá se vista y se comporte como si tuviera veinte, suponiendo que así se comporta la gente que tiene veinte. Suele ir por mí a la escuela sin brassier, alegando que no lo necesita, que todo lo tiene “en su lugar”, yo solo vigilo que no se le vaya a salir un pezón por una de las mangas de las camisetas holgadas que insiste en usar. ¿Por qué no puede ser como las demás señoras de su edad? La semana pasada, organizaron en la escuela torneos de basquet, soccer y voleibol; la dinámica constaba de hacer equipos entre padres e hijos. Todas las mamás llevaban pants o shorts, ¡ah! pero doña Alma o perdón “Elisa”, como se hace llamar, usaba unos leggins ajustados y un top, para poder lucir no solo la lipoescultura, también el nuevo par de senos firmes como rocas, que acababa de estrenar. Me molesta que diga güey, que fume, que coquetee con mis amigos, que tenga Instagram y que siempre esté alardeando sobre el hecho de ser un ejemplo de una “joven” madre soltera. Pero lo que más me tortura es encontrarla con la dosis exacta de antidepresivos por las noches de viernes. Los viernes le caen los veintes, los treintas, los cuarentas y entonces me pide perdón por no ser la madre que yo merezco. La verdad, nuestra verdad, es que soy la hija que jamás deseó tener>>>

Eso lo habría escrito Fátima en su diario adolescente, si la hubiera tenido. Suelo hablar sobre ella y escribirle cuando se acerca el mes de mayo. El 10 de abril supe que venía y el 10 de mayo decidí no recibir felicitaciones, cartas, canciones, retratos adornados con sopita, en los años venideros. Huyendo de la profecía de mi madre: “El día que tengas un hijo, no volverás a dormir nunca”, y dormir es la mejor manera de evadirme. Mi madre quien sí llevó a cabo la fantasía de Fátima, pero la llamó Alma. Mi madre sabe, mas no conoce a Juan Carlos Albarrán, no le gusta el concepto de nuestra historia, por mí, no por él. Mi propia madre cree que disfruto vivir de esta manera, cree que tengo fascinación por lastimar a otros, por la pérdida. Me concibe como una mujer adicta a la decepción, a la tortura emocional en la que, según ella, encadeno a mis víctimas. Creo que nadie es víctima de nadie, todo sufrimiento es consecuencia de nuestros deseos.

No podemos decir que somos víctimas de nuestros deseos, porque al final del día todos deseamos algo o alguien. Desear es castigo suficiente para quien lo padece y pagamos un precio, yo por ejemplo deseo la muerte cada tres días. Y muero cada tres días, cada que Juan Carlos no está y entonces me quedo sola y me lloro en silencio, porque al tercer día ya no puedo cargar más la vida en la que estoy envuelta. Tengo miedo y entonces ya no soy tiburón. Soy una presa fácil. Mi madre no considera a Juan Carlos Albarrán una víctima, pero a mí me ha encasillado como villano, con él y con todos, ahora y siempre. Ella no sabe que me niega, que ensordece el amor que siente por mí. Entre más lo hace, solo reafirma las ganas que tiene de estar dentro y debajo de mí, de acariciar mi cabello mientras reventamos la madrugada.

“Tú no eres mala, no sabes qué es la maldad”, a diferencia de mi madre, Juan Carlos sabía que yo no era una mala mujer. Aquella frase me la dijo antes de una discusión, discusión en la que me afirmó que durante el tiempo que habíamos estado juntos, yo sacaba lo mejor de él; también dijo, antes de romperme en pedazos, que él ya no quería ser aquel hombre violento. Quiero decir antes de continuar que, así como el afirmaba que no existe maldad en mí, afirmó que en él tampoco existe tal oscuridad.

Durante la discusión, que comenzó por motivos irracionales, él se agarraba la cabeza con ambas manos, con la desesperación de quien no soporta estar consigo mismo. Hundía sus dedos huesudos en las sienes y trataba de acallar las voces que le demandaban azotarme, ahogarme, vejarme hasta que yo suplicante le diera la razón. Para mi sorpresa y miedo no lo hizo. Reafirmo que no puedo ser un tiburón, no soy un cazador. Juan Carlos solo gritaba:

—¡No tengo la responsabilidad de saber qué es lo que piensas! Si no me dices, no sé qué es lo que sientes, no me digas que es obvio. Yo solo tengo que quererte, adorarte. No quiero ser éste que estás viendo ahora. Dame la mano.

—No —dije sollozando.

—Entonces lárgate.

Sentía que se me iba el nombre, el alma. Era hipnotizante vernos en pedazos, en llamas. Tuve miedo de perderlo, no de la reacción que vendría a continuación. Juan Carlos Albarrán no podría lastimarme.

Cuando lo miro a los ojos, cuando tomo su mano, el encuentra en mi imperfección, divinidad. Solo quien ha vivido en el infierno puede mirarte como Juan Carlos Alabarrán me mira, solo quien ha sobrevivido al fuego puede llegar de tu mano al paraíso.

Hoy me detuve a pensar, ¿qué sería de mi vida sin Juan Carlos Albarrán? Hasta el momento no he sido clara sobre si es nuestro antagonista o el héroe que nos salva de la desventura y de nosotras mismas. Juan Carlos es ambas, así como soy Alma y Elisa; él es la luz y el abismo.

Tendría un empleo promedio, un horario de oficina, tendría períodos sedentarios y otros en los que mataría mi cuerpo con cualquier actividad física de moda, comer no sería una de mis actividades predilectas, la voz en mi cabeza que afirma que estoy más gruesa, que nada me queda bien, que estoy gorda, resonaría una y otra vez y no me dejaría comer tranquila. Tendría más cicatrices, queloides.

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