Doy clases desde quinto año de la carrera. Esto es, desde 1995. Y durante estos años ha ido cambiando mi manera de acercarme a la labor docente. Primero descubrí que no perdía mis superpoderes abogadiles si me quitaba el traje y la corbata, después que lo importante no era el conocimiento sino la adquisición de un método. Ahora creo, sinceramente, que eran ciertas las palabras del padre de Jorge Luis Borges: nadie puede enseñarle nada a nadie.

En una de las clases en que participo, denominada “Teoría e Historia del Estado Constitucional”, he decidido que se construya a partir de textos literarios (una idea que tomé del recuerdo que escribió Sergio Pitol sobre su antiguo maestro de Derecho Internacional, el sabio don Manuel Pedroso), y en particular dos novelas para hablar de la diferencia entre un estado totalitario y uno democrático, así como la importancia de los derechos fundamentales como base del estado constitucional. Estas novelas son El ruido del tiempo, de Julian Barnes, y Sumisión, de Houellebecq.

Ahora bien, mi idea era que, a partir de la narrativa, encontraran los jóvenes un pretexto para hablar de libertad de expresión, democracia, elecciones, amplitud de la libertad personal, los límites de la creación artística, la moral, etc.

Un poco un experimento en el cual, asumí, como profesor no tendría la última palabra, sino la primera, en el sentido de generar la discusión y la reflexión. Lo que ha sucedido es muy interesante.

Los estudiantes de mi grupo no creen en que la democracia deba ser considerada un estadío final (o tal vez ni ideal) de la humanidad. Al discutir la posibilidad de discursos contra democráticos, o de la legitimidad (y legalidad) de partidos que públicamente afirmen querer ganar elecciones para destruir la democracia, afirman que no deben prohibirse ni limitarse. Que la libertad del discurso político debe ser total.

Por otra parte, en pláticas individuales, descubro que no sólo carecen de mí mismo recelo sobre la reelección, sino que la ven positiva y consideran adecuada se permita en todos los casos, dado que, afirman, “si se realiza un buen trabajo, ¿por qué no mantener en el puesto a quien lo haga?”.

Sus respuestas son muy interesantes porque me confrontan (y tal vez no sea el único confrontado). Creo que un estado democrático no debe permitir discursos de odio ni discursos contra democráticos. También desconfío profundamente de la reelección, a la que veo como el camino seguro para el anquilosamiento de las elites políticas.

Pero, nuevamente, afirmo que lo relevante no es lo que yo crea, sino lo que los estudiantes ven. Y ven cosas distintas, tal vez no porque el mundo haya cambiado, sino porque tienen otros y nuevos ojos.

No me veo con la autoridad moral o de ningún tipo para imponer una cierta concepción del mundo, ni de la corrección política o democrática. Me contento con ser el camino para que conozcan las reflexiones de otras personas sobre estos temas, para que, al conjuntarlas con sus experiencias vitales, saquen conclusiones y obren en consecuencia. Por tanto me guardaré mis opiniones (salvo que, tal vez rompiendo ese silencio, las expreso en esta columna).

Ahora que leamos a Rosario Castellanos y abordemos el tema de los feminismos, será interesante conocer las ideas de estas generaciones, que son tan nuevas como lo fuimos nosotros alguna vez.

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