Estoy seguro que al menos uno de mis diez —o quizá doce...—  lectores de este espacio semanal se han sentido mas que contrariados por haber vivido o incluso estar viviendo el contagio por Covid-19 de algún conocido, de un ser querido o incluso un familiar cercano. La noticia en primera instancia desconcierta, abruma, por no decir que aterra; la avalancha de actividades se desgrana como elote maduro, y en menos de lo que uno imagina, la limpieza, el aislamiento, las llamadas y mensajes de texto a médicos y familiares se aglomeran en la cabeza y entre los dedos a lo largo de los días.

De pronto, como cuando se llega de visita, uno se siente ajeno en su propia casa, conviviendo, tocando y compartiendo lo mínimo indispensable para tratar de aislarse de un enemigo invisible, implacable, pero sobre todo para no contagiar ante la presunción o certeza de ser portador de este bicho que ha llegado desde tierras lejanas para instalarse momentáneamente  en casa —eso esperamos— y que se ha colado hasta el corazón mismo de la familia. Es totalmente perturbador lo que provoca este visitante indeseable.

Ahora que este inquilino incómodo se ha instalado recientemente y volteado “patas pa’rriba” —perdón por el excelso castellano—   la vida de un servidor, puedo afirmar para este espacio de reflexión semanal, que este bicho puede entrar a la vida de cualquiera de nosotros sin tocar la puerta o incluso por la puerta del traspatio, en un breve descuido de alguien cercano y vulnerable. Es real.

A 29 semanas, de las cuarenta, que lleva esta condición sanitaria en nuestro país, reflexiono nuevamente sobre la vulnerabilidad y lo poco listos que podemos estar para hacerle frente a este visitante. Los días cambian, la soledad y a la vez cercanía de las personas que se preocupan y permanecen alertas por la evolución de la condición médica se vuelve sumamente revelador del radio del circulo de cercanos; la efervescencia de la ayuda y de los que están dispuestos a poner un  grano de arena para aminorar síntomas, para acompañar, e incluso para ofrecer apoyo verdadero es igualmente sorprendente. Siempre se encuentran ángeles en los cornisas más lóbregas, solo es necesario voltearlas a ver.

Puedo afirmar también, por fortuna, que cuando el SARS-COV2 llama a la puerta y deja al inquilino incómodo Covid-19 en casa, la vida se ve en un abrir y cerrar de ojos, muy diferente; el evolucionar con síntomas menores conforme pasan los días, sin grandes molestias, pudiera parecer algo sumamente simplista, pero se vuelve una bendición; la grandeza de los verdaderamente cercanos prestos a cada momento para ofrecer la mano y el corazón; la generosidad de los lejanos para ofrecer ayuda cuando menos se esperaba, no tiene precio; pero sobre todo y recalco en verdad esto último, la increíble tranquilidad que brinda el saber que aún con dificultades, se puede salir adelante, que la familia está bien y que muy pronto, quizá en días, todos estaremos a la mesa, la misma mesa de siempre, platicándolo, recordando cuando el SARS-COV2 llamó a nuestra puerta y visitó a la familia unos días, para despabilarnos, dejarnos más unidos y con más amigos.

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