Piensa en una muchacha de veinte años. Ahora piensa en un trabajo para ella: recepcionista en un hotel de lujo, camarera en un restaurante o promotora de nuevos productos. La empresa quiere lucirla, usar la belleza de la joven para atraer clientes o elevar el rango de sus productos. Ella busca un destino y cree que ese empleo le dará herramientas para alcanzar sus metas. Sus jefes la usan como carnada, la colocan en el anzuelo y la muestran al mundo, para que los clientes se acerquen y compren los bienes o servicios que ella ofrece.

En el mejor de los casos, el trabajo que ejercemos en la juventud es un peldaño que nos permite ascender en la escalera laboral. Es un medio para obtener recursos para la universidad, los viajes o para cumplir compromisos familiares mientras se alcanzan metas más ambiciosas. En el peor de los casos, los jóvenes se quedan ahí, en esa primera etapa, acomodados en una rutina conocida, fácil de resolver. Ya no se plantean nuevos retos, no se sienten atraídos por mejores condiciones de vida, no quieren saber más, ahondar en el estudio, dominar otros idiomas o recorrer tierras lejanas. Se enquistan en su pequeño mundo. Cuando su voz interior les reclama esa actitud conformista, responden con mil excusas: sus compromisos económicos, la situación del país, la falta de oportunidades.

Los jóvenes son señuelos que el sistema coloca para atrapar a presas más codiciadas, así se trate de la publicidad o de la mercadotecnia, tan cercanas. Ambas buscan lo mismo: incrementar ventas, colocar la nueva producción en el mercado, alcanzar cuotas exigidas por los accionistas, hacer crecer la economía. Metas tan nobles o tan ruines como lo defina la visión de cada uno.

Los pescadores lanzan hilos con carnadas atractivas cuando desean atrapar piezas grandes, que merezcan la pena de estar esperando por horas, después del traslado a la orilla del río, de subir a la barca y preparar su caña. La vida, pescadora ingrata, nos presenta anzuelos que brillan por el oropel de su envoltura, pero al abrirla se descubre que el interior está vacío. En ese vacío se pierden las inteligencias y los talentos de millones.

Pablo Saborío es un poeta originario de Costa Rica que ha viajado por el mundo y ha vivido en Estados Unidos, Suecia y Alemania. Reside en Dinamarca. Ha declarado que se resistió a la idea de tener una carrera brillante, para abrazar las vicisitudes de ser. “Porque, a final de cuentas, no somos más que corrientes desconocidas, en un océano vasto e incomprensible”.

De su autoría es el poema “Anzuelo”, que dice: “La tierra se abrió / un abismo de luz / como el etcétera del mañana / en ese campo de posibilidad / miré con asombro y pueril tentación / el objeto de aspecto personal / es el reflejo en mis ojos / de mi otro reflejo / las cosas saben a costas marítimas / sus puntas emergen de forma enigmática / es válido hablar de ellas como anocheceres / y tocar —estas cosas— al son de un génesis / pero no queda de otra, fatigarse / entre las acrobacias del tiempo”.

Uno solo espera, al paso de los años, morder los anzuelos mejores. Si hemos de quedar atrapados en las redes de la vida, que sean las más ligeras, las más luminosas. Que sus nudos no aprieten tanto. Que, de vez en cuando, nos dejen nadar en libertad.

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