La tarde baña a la ciudad en una aurora roja. Las avenidas vibran y las casas bullen. Es la hora en que todos regresan a los hogares. En las banquetas fluye la gente envuelta por los ruidos de los autos. Caminan en procesión, en un desfile de caras cansadas y cuerpos marchitos. Avanzan sin verse entre ellos; trémulos, apagados, absorbidos por su rutina. Los sonidos del gigante de concreto se funden con la algarabía de las plazas.

Los niños van saliendo de las escuelas y, antes de irse a sus casas, arrastran a sus padres a los parques. En uno de ellos, una joven madre observa a su hijo, quien juega y corretea ajeno al caos de alrededor. El muchachito brinca en el pasto; su vitalidad se sobrepone a la fatiga de los adultos. Va entre los juegos totalmente inocentes de la vida. Sus dientes blancos des- lumbran a la madre. Ella, María, está sentada con el cuerpo encorvado y los ojos somnolientos. Disfruta ver a su hijo tan feliz. Sabe que no puede darle mucho, y entretenerlo en el parque es un pequeño placer que no le cuesta nada. La risa jubilosa del pequeño es un bálsamo para su corazón.

Le encantaría dejarlo jugar un poco más pero ya está oscureciendo. Lo llama; el niño ruega: “Sólo un juego y ya, mamá”. Ella accede, luego, cuando el niño quiere abusar de su promesa, va por él. Le cubre el cuerpo sudoroso con un abrigo y se lo lleva de la mano. En la parada del autobús se amontonan con el resto de la gente.

La tarde se hace vieja y pronto llega la noche: calurosa, soporífera. Esperan con paciencia resignada. Los camiones vienen llenos; se pasan de largo, dejando tras de sí una fila de ojos frustrados y molestos. Todo mundo está rendido. Se siente la pesadumbre en el aire; las ansias desesperadas de llegar al hogar. Por fin, un camión se digna a detenerse. Como pueden, se suben y avanzan en el pasillo atascado de humanidad. Apretados contra cuerpos desconocidos van soportando el trayecto. El aroma es nauseabundo. Hay que aguantarlo junto a los empujones, las conversaciones escandalosas y los frenones del vehículo. La unidad se va vaciando y, por fin, quedan dos asientos libres que solo usan unos minutos, pues ya van llegando a su destino: una colonia marginal a las afueras de la ciudad. Atraviesan la entrada del condominio. Llegan a su casa.

Es pequeña, unos cuartitos, baño y cocina es todo lo que tiene. Está llena de cucarachas, pero no por suciedad, sino por la expansión de la plaga de las viviendas vecinas. Dentro, todo está impecable. Se ve la dedicación de María por tener todo en orden y así darle un aire de dignidad a la pobreza del lugar. Se sientan a la mesa y dejan las cosas que cargan.

La muchacha va a la cocina y José enciende la televisión. María comienza a preparar la cena. Mira en el refrigerador y ve que se le ha acabado casi todo. Tendrá que ser una comida pequeña; de todos modos ella no tiene hambre.

El aroma a cebolla frita inunda la estancia y José ríe con las caricaturas que está viendo. La joven está en su mente planificando el resto de la noche, el horario de salida y sus pendientes. Así se distrae mientras el agua hierve.

Sale a avanzar el resto de los deberes. Le quita el uniforme enlodado al niño. Lo regaña por el desastre que trae en su pantalón pero él la ignora. Ella se va a tallar las manchas en el lavadero. De paso descuelga la ropa y pone una tanda nueva. Exhausta, regresa a apagarle a la comida. Sirve todo y se lo lleva a la mesa. Comen viendo la tele; José está absorto. Su mamá le hace una que otra pregunta sobre su día; él le da respuestas breves, está claro que no quiere que lo distraigan. La joven se resigna.

Después de cenar le ayuda a hacer la tarea. Repasan los ejercicios de matemáticas en los libros y con paciencia le explica a José. Su hijo parece no entender. Solo la ve fijamente, respondiendo con inseguridad y aguardando la aprobación de la madre. Ella se preocupa, no puede hacerse a la idea que su hijo no entienda algo tan sencillo; le duele en sus esperanzas. Acaba haciendo ella la tarea mientras el pequeño continúa embobado con el programa. Lo lleva a bañarse, lo viste y lo acuesta. Le hace cosquillas; lo hace reír. Se alegra con esos pequeños momentos. Le dice lo de siempre: que se duerma; que ella volverá pronto. Lo besa en la frente y le deja solo en las negruras de la habitación.

Ella ya quisiera dormir, está agotada, y aún le falta lo más difícil. Va a bañarse. El desgano que lleva se ve en cada movimiento que hace. Se encierra en la regadera. Se desviste despacio dejando el cuerpo expuesto a la frescura de la noche. Abre la llave y la cierra enseguida: el agua está helada. Ni siquiera el consuelo de un baño caliente puede darse. Inicia de a poco, exhala aire a bocanadas, porque siente cómo el frío le azota la espalda. Cuando se acostumbra, empieza a lavarse de forma maquinal.

No deja de pensar en las actividades que tiene pendientes en la fábrica y en cómo quisiera ya renunciar a ellas. La ansiedad le oprime el estómago. Está distraída con sus pensamientos; enjabonando su entumido cuerpo, y de pronto llega a esa zona oscura entre sus piernas. Un placer olvidado resurge y, lento, baja la otra mano. Se acaricia con suavidad. Lleva cada uno de sus dedos hasta su flor más desnuda. Empieza a sentir como esta se va abriendo y a la humedad que ya impregna su piel. Las ansias la hacen suspirar. Cierra los ojos y se deja llevar. Pero no está cómoda del todo, sus dedos siguen fríos y la sensación no le gusta.

Se detiene un poco, esperando calentarse las manos y entonces se descubre reflejada en un espejo. La visión de sí misma la ensombrece: “¿En qué momento me pasó tanto?”, se pregunta mientras posa la mirada en su cuerpo robusto; en los senos caídos; las piernas flácidas; las nalgas y vientre llenos de estrías. Se avergüenza de su figura; se siente tan desgraciada. Era como si su belleza hubiera muerto junto con los anhelos de prosperidad. Ya no encuentra el entusiasmo para continuar. Vuelve a bañarse con esas manos frías que tiene; esas manos que son las únicas que la tocan. Termina y se viste en medio de un silencio absoluto. No quiere despertar a José, que duerme en un plácido sueño.

La tranquilidad en la cara del niño traspasa a María. Ahora más que nunca le pesa la idea de salir a ese mundo frío de afuera... Si pudiera quedarse ahí, con él, pero no es posible; debe irse. Ve la hora y se apresura. Sale hecha una sombra a perderse entre la noche y su silueta agazapada se va desvaneciendo entre la luz de las farolas.

Detesta la fábrica donde trabaja. Los colores son de un gris repulsivo; supuestamente ideados para dar una impresión de progreso, pero a ella le oprimen el alma; le recuerdan la desdicha de tener la necesidad de entregar su tiempo. Cada vez que se mete en ese lugar algo de ella se va quedando ahí, y entonces vuelve habiendo perdido una pequeña porción de sí misma. Eso es lo que siente, teme que poco a poco se vaya consumiendo y entonces de ahí solo saldrá la carcasa de una mujer que alguna vez podía soñar.

Catorce horas diarias metida en ese sitio que se alimenta de su tristeza. Cada momento es un agobio, tiene demasiadas actividades y su jefe la presiona constantemente casi al punto del acoso. Día tras día, ahí se encuentra, renegando de su suerte; haciendo las cuentas para el gasto; pensando en el futuro de José; amargándose la vida.

En el taxi de regreso soporta la conversación forzada del chofer. Por fin, este entiende que no está dispuesta a ceder y la deja en paz. Ella va con la cabeza pegada al vidrio, aguantando los golpecitos provocados por el auto pasando entre los baches. Ve la luna hecha una garra, perdiéndose entre el caserío y los edificios enmarañados de cables. Ya falta poco. Siente una emoción desproporcionada al atravesar la puerta de la casa. Se halla de nuevo en el confortable calor de su hogar. Se cambia de ropa y con enorme placer se acurruca junto a su hijo. Le contempla los ojitos cerrados y le acaricia el cabello con cariño.

De pronto se siente intranquila, la luz azulada de la ventana cae sobre la cara de José. En la mente de María, los rasgos del pequeño se van transformando en los de otra persona. Una herida olvidada se abre en su corazón. Ha reconocido en las facciones de su niño la figura de alguien que le evoca un doloroso mundo de recuerdos.

“¿Por qué se parece tanto a él?, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?... ”, no puede dejar de pensar mientras siente la mirada hecha un mar y las ideas una enredadera. María envuelve a su hijo y lo acerca con ternura a su pecho.

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