Justo cuando me disponía a echarme un sueñito, un sujeto de apariencia desaliñada, de un olor que indicaba no haber tomado un baño en días, se sentó a mi lado junto con un saco enorme de quién sabe qué cosas. Lo miré molesto. Volví la cara y me recosté en la ventana.

—¿Sabe? Hay algo que no le he contado nunca a nadie, quizá por vergüenza o porque del coraje me dan ganas de llorar, pero necesito decirlo, necesito que usted lo sepa. —y volteó a verme inquisitivamente—. ¿Me está escuchando?

—Disculpe, ¿me habla a mí?

—Sí, a quién más sino a usted.

—Perdón, pero yo no lo conozco y no entiendo por qué me contaría algo que no se atreve a contarle a nadie más.

—Pues precisamente por eso, porque para mí usted es nadie y si se lo cuento no pierdo nada.

—¿Y qué le hace pensar que tengo tiempo para escucharle? Mi parada podría ser la que viene. O podría oírle y no interesarme nada de lo que me diga.

—Lo dudo, no tiene ni cinco minutos de haberse subido al camión. En cuanto se sentó lo vi desparramarse en el asiento y acomodar su mochila y suéter contra la ventana como para recostarse un rato, lo que quiere decir que de menos le esperan 40 minutos de viaje.

Atrapado en el asiento y ante aquella explicación completamente cierta, no pude más que exponerme a su relato.

—Está bien —le dije resignado—, pero que quede claro que si lo escucho es porque no tengo más opción.

—Todo empezó hace dos meses. Ya había notado a mi mujer extraña. No es que nuestro matrimonio fuera fuego y pasión, pero por lo menos una vez a la semana teníamos una noche para nosotros, pero últimamente nuestros encuentros se espaciaron: dos semanas sin nada, luego tres, y de repente por dos semanas al hilo sí, para luego nada de nada. Intenté de todo. Le llevé flores, serenata, le compré ropa y algunas joyitas, pero todo lo recibía con desgano, con un miserable: no te hubieras molestado.

—Quizá está deprimida —le sugerí.

—No, nada de eso, al contrario. Si usted fuera casado lo sabría o ¿lo es?

La verdad es que sí lo era, pero mi situación era complicada, tenía a mi esposa y un niño en camino, pero tenía poco de haber encontrado una distracción, así que mentí: —No, no lo soy.

—El problema es que la he visto con un nuevo brillo en los ojos. Tampoco se despega del aparato ese, todo el día está mandando mensajes y tomándose fotos, según ella “hablando” con unas primas lejanas que hace años no ve. Lo peor de todo y por lo que estoy seguro que me engaña es porque la chismosa de la vecina le dijo a la doña de la verdulería que había visto a mi esposa con un tipo en la parada de autobús, un tipo que no era yo, porque este era alto, moreno, medio fornido… —por unos segundos analizó mi fisionomía— y con lentes… Perdóneme si lo he mirado con extrañeza, por un momento sentí que era usted, pero veo que no trae lentes. En fin, yo no conozco a nadie así.

La conversación ya me incomodaba, no es que yo fuera aquel sujeto, pero ciertamente podría serlo con aquella descripción tan genérica.

—La verdulera le contó el chisme a su esposo, él le platicó al mecánico, quien es mi amigo y así me enteré.

—¿Y luego? ¿Qué hizo usted o qué es aquello que no le ha contado a nadie?

—Nada, no hice nada, hasta ayer que mi mujer dejó el celular en la cocina. Quise revisar la porquería esa, pero tenía contraseña, intenté poner la fecha de nuestra boda o el cumpleaños de nuestras hijas, pero nada. Luego le llegó un mensaje de un número desconocido que decía: “mañana, última parada de la 65, 7…”, y no se veía más, pero con eso me bastó para saber que la infeliz hoy se vería con el susodicho.

—Y ¿qué sucedió? ¿Qué va a hacer?

—Pues nada, que nos reuniremos los tres a las siete, quizá un poco antes.

—Disculpe, pero no entiendo qué es eso tan terrible que no podía contarle a nadie. Desde mi perspectiva no veo que haya hecho nada mal, al contrario, si yo fuera usted la corría de la casa, me quedaba con mis hijas, y por supuesto que madreaba al otro cabrón.

—¿Y qué cree usted que estoy haciendo? —y me mostró el contenido de la bolsa, ahora comprendía aquel olor fétido, pedazos ensangrentados de lo que supongo pertenecían al cuerpo de su mujer eran el contenido del saco.

Quedé petrificado, no podía articular palabra, la vista se me nublaba, me sentí desmayar y me aferré a mi asiento.

—¡Tranquilo! —me espetó tomándome fuertemente del brazo— ¿Creíste que no sabía quién eras? Con lentes o sin ellos, a mí no me engañas. Esto —volvió a abrir el saco—es obra tuya. La querías para ti solito, pues ahí la tienes, todas y cada una de sus partes, toditas para ti.

Volteé a ver a la gente en busca de ayuda, pero el autobús se había vaciado, solo quedábamos él y yo, y, hasta adelante, un anciano profundamente dormido que nada podría hacer por auxiliarme.

—No te muevas —dijo mientras me enseñaba un cuchillo enorme— ¡Agárralo!, o aquí te quedas también.

—Pero señor, le juro que yo no soy el que usted busca –chillé.

—¡No me importa!

Tomé el cuchillo temblando y estuve tentado a clavárselo, pero no tenía fuerza. El autobús paró y solo pude verlo bajar corriendo y desaparecer. Y ahí quedé yo con un cuchillo con mis huellas marcadas y una bolsa con restos humanos, y con la duda de si mi amante se encontraría adentro o no. Tenía que deshacerme de aquello, pero sentía la necesidad de cerciorarme de que no fuera ella, volteé nuevamente a todos lados: el anciano seguía durmiendo, y estaba a una parada de reunirme con… o quizá ya no. Antes de abrir la bolsa respiré profundo y sonó mi teléfono, un mensaje de mi esposa: “Te espero para cenar amor, te quiero”. Salí del trance y no miré más. Escondí el cuchillo en la mochila; me levanté para pedir la parada, bajé lo más normal que pude y paré un taxi hacia mi casa.

Atrás, a bordo de un autobús que jamás volvería a tomar, viajaban la incertidumbre y el temor, y a escasas dos paradas de mi destino original había quedado la posibilidad de un grato encuentro o de una terrible impresión. En cambio, ahora, en el asiento trasero del taxi se abría el paso a la paz y a la indiferencia, me esperaba mi esposa, mi familia, una vida rutinaria, con altibajos, con la certeza de que el contenido fétido de aquel saco era: solo una mujer más.

***

Para conocer a la autora

#Cuento| Una mujer más
#Cuento| Una mujer más
  1. Martha Mayanin Alemán Ramírez
  2. Edad: 32 años, oriunda de la CDMX.
  3. Abogada de profesión
  4. “Amo la literatura, ha sido mi compañera más fiel y única a lo largo de mi vida”.
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