Papá me insiste en buscar un crédito de Infonavit para que pueda tener, y cito: “aunque sea un changarro en medio de la nada, pero tuyo”. Le explico que prefiero gastar el dinero viajando, explica que una cosa no está peleada con la otra.

Creo que mi papá extraña su casa, aquella que construyó arriba del cerro más alto del Ajusco, y la hizo sobre un montículo de piedra volcánica, misma que utilizó para formar sus heladas paredes. Es una casa rústica, con un portón impenetrable de madera de encino que mandó traer de la comunidad veracruzana de donde es originaria mi mamá. Las vistas maravillosas, al frente el valle simbiótico que caracterizan los verdes y grises de la Ciudad de México y al norte la majestuosidad del Iztaccíhuatl y el Popocatépetl.

Por las mañanas nos despertaban las trompetas que viajaban desde el colegio Militar, en la noche los cohetes  de las incontables vírgenes de los pueblos, San Andrés, San Pedro, San Miguel, Santo Tomás, terminaban por arrullarnos. Acceder a esos caminos sigue siendo complicado, pienso que mi papá eligió ese lugar porque no quería que lo encontraran, quería rehacer su vida  como a él le hubiese gustado empezarla: austero, apartado, en silencio.

Vivían del lado izquierdo unos vecinos escandalosos, mi papá decía que eran una bola de nacos. Su rutina me parecía curiosa:  Sonaba “El paso del gigante” para lavar el auto, cualquiera de Lupita D’Alessio para cantar mientras lavaba la ropa, ruido todo el tiempo que tenían libre, ¡mamá ya no sale agua caliente! ¡levántate más temprano huevón!, ¡gorda, a qué hora está el desayuno, ya me tengo que ir carajo!, ¡no me grites que no estoy sorda, todo quieren que haga yo par de cabrones!

Tal vez necesitaban llenar los escasos silencios con el griterío. Cuando ponían a Ana Gabriel no me parecía tan desagradable, una de mis tías era fanática de sus canciones y de tanto convivir me las terminé aprendiendo, me regaló un cd de grandes éxitos.

Aquel cd lo deseché, como un acto de empatía cursi, cuando Arnoldo me contó la mala experiencia que tuvo al conocerla. Me dijo que, en los ochentas, tenía un amigo gay que hacía castings para Televisa y le comentó que estaban buscando un galán para ponerlo en el nuevo video de Ana Gabriel, “Pecado original”, “deberías ir, seguro quedas”. Por curiosidad fue al casting y lo eligieron. El día de la grabación, la diva llegó nueve horas tarde, durante la demora aprovecharon para hacer las tomas en las que el galán salía solo, cameos a sus bellos ojos multicolor, pero no, no solo es la gama de verdes, grises y marrón lo que los hace extasiantes, es la forma en la que te mira, te seduce todo el tiempo, felino. Así es Arnoldo: moreno, pantera de ojos verdes, mirada asesina, poderosa. Cazador atento al movimiento, que te ata para su deleite, quiere entender cómo te va a desgarrar la piel… y a  pesar de todo el atractivo de Arnoldo, la señora Ana Gabriel no quiso compartir cámara y lo único que quedó en el video fueron los paneos de su mirada.

El hijo de los vecinos se llamaba Edgar, yo tenía nueve años, él 16. Me gustaba jugar en el patio con una pelota con carita de limón y veía cómo Edgar se asomaba por la azotea para verme jugar, me parecía divertido. Mi mamá no me dejaba jugar de noche, a pesar que otras vecinitas salían a jugar, “No te vaya a pasar algo, las niñas decentes no salen a jugar a estas horas”, decía. Mis hermanos sí podían salir, mi lógica era que los hombres no necesitan ser decentes para poder salir a jugar y que a ellos no les pasa nada malo, porque son hombres. Un sábado no tuve que insistirle más, las mamás de las niñas estaban afuera, frente de mi casa había un terreno enorme, el pasto verde con algunos árboles, ahí los niños jugaban futbol y las niñas sacaban sus muñecas. Mi mamá salió alegre saludando a las otras mamás, yo llevaba la pelota con carita de limón y me uní a las niñas.

Decidimos jugar a las escondidas y los niños quisieron jugar también, varias rondas después Edgar se unió al juego, le tocaba buscar a mi hermano, corrí detrás de un árbol y él corrió detrás de mí, me seguía pareciendo divertido, pensé que quería ser mi amigo. Mientras observábamos a mi hermano detrás del árbol, Edgar se colocó a mis espaldas y sentí un pedazo de carne duro, no tenía idea de lo que era pero no me gustaba, intenté moverme pero él bloqueó mis movimientos. El cuerpo habla y aunque no entendía qué estaba pasando, di un par de codazos hacia atrás, él los esquivó con una risita silenciosa y me volteó la cara para darme un beso, sentí mucho asco, lo empujé con todas mis fuerzas y comencé a gritar. “Niña pendeja”, dijo sin parar de reír y sin moverse de su lugar. Hoy sé que no se movió porque nadie le diría nada. Corrí a grito pelón con mi mamá, ella abrumada, más por sus amigas que por lo que me pasaba, me cargó hasta la casa. Vomité en la sala y lloré como hasta entonces no había llorado, me sentía avergonzada, culpable por mi cuerpo, esa culpa que pareciera innata a ser mujer.  Le conté a mi mamá lo que Edgar hizo, “hay que decirle a tu papá, por eso te digo que no es bueno andar jugando de noche”, dijo sin mirarme.

—El vecino le hizo algo a tu hija, mira nada más cómo está.
—¿El vecino hizo qué? 
—Dile —dijo mi mamá una vez más sin mirarme. 
—El niño ese se puso atrás de mí y me dio un beso a la fuerza y entonces…
—¡Ah! Qué chamaco cabrón —interrumpió aliviado—.  Mañana lo arreglo, por eso te dice mamá que no debes salir a jugar de noche.

Llegó el fin de semana, mis hermanos salieron a jugar futbol y me escabullí aprovechando que mi   mamá  hablaba con sus hermanas por teléfono. Tomé la pelota con carita de limón, una mochila y me dirigí hacia la cancha improvisada de futbol, tomé distancia y comencé a jugar sola. Edgar estaba ahí, observándome como era su costumbre, pero ahora lo hacía sin esconderse, sin pudor. Le di una patada a la pelota y voló hacia una nopalera, corrí tras de ella y Edgar corrió tras de mí.

—¿Me ayudas? —le pregunté a sabiendas de su presencia.
—¡Claro! No te bajes porque te vas a espinar, espérame aquí —dijo tomándome de la mano y colocándome sobre una piedra, bajó un poco por la ladera hacia los nopales y ahí estaba mi pelota—. ¡Qué suerte, no se ponchó!

Dentro de la mochila coloqué una de las tantas rocas volcánicas que cubrían y formaban mi casa, la saqué cuidadosamente, y la puse a un lado mío. Edgar regresó y colocó la pelota a mis pies.

—¿Me ayudas? —volví a preguntar mostrándole mis agujetas sueltas, desde su posición mis piecitos le llegaban al pecho. Tomó uno de mis tobillos y lo acarició, amarró mis agujetas y antes de que pudiera voltear  hacia arriba, solté la roca sobre su cabeza, hizo un sonido familiar, como cuando te truenas los dedos y cayó sobre los nopales.

“Los niños son incapaces de hacer algo semejante y menos una niña”, los vecinos susurraban a través de las paredes de roca de mi casa. Mi papá me miró discreto pero orgulloso, mientras yo enjuagaba meticulosamente la piedra manchada de sangre en el baño de la casa.

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