Hoy no vamos a hablar del tema viral, hoy hablaremos sobre personajes endémicos de nuestras colonias y comunidades que, por su personalidad, pasaron a la historia de nuestras memorias.

Escribiré en manera de subtítulos la historia de cada uno de nuestros protagonistas.

Socorro. Había dos eventos característicos de los veranos en el Rancho, que mi abuelita nos enviara a comprar queso a casa de Cruz y que Socorro llegara a la puerta de la casa gritando que quería refresco, agua de jobo, agua de limón. Fuimos testigos más de una vez que si le ofrecías agua natural la escupía, mientras guturaba que ni que fuera bestia para andar bebiendo agua sin azúcar.

El primer evento era divertido, caminábamos mis primos y yo hacia la casa de Cruz, que casualmente vivía muy cerca de “la cruz”, aquella que si la mirabas fijamente podías quedarte pegado a ella, según los cuentos de mi tía Irene. Nos tomábamos de la mano todos y corríamos con los ojos cerrados hasta que la mayor de nosotros, mi prima Cristy, nos indicara que ya no había peligro, considerábamos que por su edad y sabiduría (a sus 10 años), eran características suficientes para que ella cargara con nuestro destino. Sin novedades llegábamos a casa de Cruz por un par de quesos exquisitos, para que la abuelita nos hiciera entomatadas.

El segundo evento, por el contrario, no era para nada divertido, porque a pesar de que “la cruz” tuviera un contexto sobrenatural, creíamos en nuestra buena suerte y sabíamos de antemano que nada malo nos pasaría, al final, sino podíamos verla, no podría hacernos daño, según nuestra lógica aplastante. Sin embargo, Socorro era cosa seria. Era una mujer de unos treinta y tantos, de cabellos chinos y negros, morena ceniza, usaba siempre un camisón blanco y tenía aquella mirada en la que no existía siquiera el temor a Dios. Su sonrisa chueca, desencajada, dientes puntiagudos, no tan sucios y una voz que lograba colarse en los poros de tu miedo. Llegaba a la puerta de la casa de la abuela a gritar: “¡Sobeida, dame refresco!” La abuelita salía a regañarla, “A mí no me estés gritando Socorro, con que toques te escucho”. Nosotros detrás de la rejita de otates nos asomábamos a ver a Socorro, nuestro morbo siempre fue más grande que el temor. Hasta que una de tantas, Socorro logró sorprendernos por la puerta trasera en la que cabía perfectamente su cabeza. Jugábamos Cristy y yo con las muñecas hasta que escuchamos como la cadena de la puerta se agitaba, al voltear nos encontramos con la cara locuaz de Socorro mientras nos gritaba: “¡Qué pasa, mijitas, ábranme la puerta no sean malitas, ni que me las fuera a comer!”, acto seguido simulaba como si nos masticara. Corrimos a las faldas de la abuela llorando, mientras ella tomando una escoba del palo corría hacia la puerta para ahuyentar a Socorro, “¡Mira nomás ya me espantaste a las niñas! Vámonos, a la chingada de aquí”. No volvimos a jugar en el patio trasero y Socorro no dejó de pedir refresco, agua de jobo, agua de limón.

Marta y Juan el loco. Personajes del Golfo allá en Tampico, mi Tampico. Martha era una mujer que siempre usaba un vestido verde, se paseaba por la plaza buscando novio, un papá para su hijito Juan. La gente procuraba no estar cerca de ellos, porque llegaba un punto en la tarde, sobre todo en tiempos de canícula o cuando se dejaba venir el norte porque Martha pegaba un grito, de esos que traspasan el esqueleto y comenzaba a revolcarse en el piso, la gente le aventaba agua o pedacitos de masa (No entiendo por qué pedacitos de masa, no lo entiendo de verdad), terminaba orinada y a veces algún alma buena se acercaba para ayudarle a levantarse y para acercarle al chamaco, Juanito que siempre cargaba con una caja o alguna piñata que lograba encontrar en la basura y un palo; se ponía en medio de la plaza y se cantaba así mismo “dale, dale, dale, no pierdas el tino”. Quienes no eran del Golfo lo motivaban, otros se burlaban. Nosotros no reaccionábamos, ambos espectáculos eran parte del paisaje. Hoy entendemos que Marta sufría de convulsiones y que Juan solo estaba jugando, como cualquier otro niño.

Doña Nohemí. También del Golfo, lugar en el que mi amiga Sahara y yo tenemos la teoría de haber coincidido cuando pequeñas y seguramente haber sufrido un choque de personalidades tan traumático que no lo recordamos. Yo atemorizaba a otros niños fingiendo demencia para que se fueran de los juegos y así mis primos y yo quedarnos con todo el espacio. Ella apagaba las luces de las canchas de la plaza porque no le gustaba que las personas permanecieran mucho tiempo en “su plaza”. Pero bueno, doña Nohemí, devota de las lucha libre, experta en matar guajolotes gordos, actividad que gustaba de hacerlo con Sahara como público, originaria de Campeche pero ya bautizada jaiba por su marido y por sus hijas, la mayor llamada Norma Yupanki Oceanía y la menor, Asia Tsunami. Creyente ferviente de la brujería, vendía amuletos y se ponía chiles serranos en las orejas alegando que servían para que la gente no hablara mal de ella y si así lo hicieran, probablemente saldrían con la lengua toda picada. Doña Nohemí vestida de rojo siempre, con su pico rojo, su pico chulo como ella le llamaba. Doña Nohemí quien alguna vez en una junta de padres de familia usó lencería muy sensual, pero al parecer no supo ponérsela bien y dejó la tanguita tirada a medio salón.

Nos leemos el próximo domingo con sus más personajes entrañables.

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