Para las y los habitantes de Morelos, con respeto y solidaridad 

A unas horas de iniciado el 2016 –precisamente cuando creíamos tener más razones para el optimismo– nos sacudió la noticia del asesinato de Gisela Mota Ocampo, alcaldesa de Temixco, Morelos. Ella había asumido el cargo apenas el 1 de enero, cuando un comando armado irrumpió en su casa y la asesinó. Se trataba de una persona joven –apenas 33 años–, de vocación izquierdista y la primera mujer en gobernar su municipio. Hay varias razones para alarmarnos por el hecho, pero principalmente son de dos tipos.

Primero, que se trate de un asesinato con la intención de infundir miedo y perpetrado en el cuerpo de una mujer, que durante su campaña se había pronunciado acerca de la necesidad de reconstruir el tejido social del estado de Morelos, empezando por una reestructuración de los cuerpos de seguridad pública, los cuales para nadie es un secreto se encuentran infiltrados desde hace tiempo por el crimen organizado. Aunque las investigaciones por esta muerte apenas empiezan, la saña y la exhibición pública de violencia que la produjeron hacen suponer que tuvo su origen en los poderes mafiosos. Lamentablemente, Morelos ha sido una de las entidades más golpeadas por el narcotráfico, donde se han multiplicado los secuestros, las desapariciones forzadas, la impunidad y -sobre todo- la simulación en el sentido de que allí prevalece el Estado constitucional de derechos. La sangre de Gisela se suma a este caudal de violencia que exigimos no permanezca en la impunidad. Pero sospechamos que esto no ocurrirá, a menos que se transformen muchas cosas. Si el inicio del año nos mueve a albergar esperanzas por el cambio en un sentido positivo, hechos como este asesinato nos devuelven a la realidad de vulnerabilidad y simulación en que vivimos.

Y, en segundo lugar, está el debate que este asesinato ha generado acerca del tipo de seguridad pública y de policía que queremos. Para nadie es un secreto que nuestras policías han sido corrompidas por los poderes fácticos mafiosos de todo tipo, que sus manos han sido manchadas por el dinero producto del delito. Y es que –sin que se trate de una justificación, sino más bien de una hipótesis para comprender– los cuerpos de seguridad son fácilmente corruptibles a causa de los bajos sueldos, los malos equipamientos y por el hecho de que ésta ha dejado de ser una profesión honrosa y motivo de orgullo. Por eso es que cualquier estrategia de combate al crimen organizado y que garantice la seguridad de la ciudadanía frente a los poderes mafiosos, tiene que pasar por la reestructuración de las policías y los aparatos de justicia. En este sentido, mucho se ha dicho desde la muerte de Gisela acerca de si lo mejor es instaurar un mando único de policía. Hay buenas razones para pensar que esta sería una buena opción, sobre todo pensando que en los municipios –como Temixco– las policías locales son presa fácil de la falta de profesionalismo, coordinación y controles ciudadanos. Pero también hay reticencias justificadas, dado que nuestra historia moderna nos ha mostrado que la centralización del poder es caldo de cultivo para el autoritarismo y el abuso de la investidura. Necesitamos –efectivamente– mejores policías, con mejor formación y menos susceptible a la corrupción, al tiempo que requerimos de estrategias de coordinación federal y estatal que permitan un combate estructural del crimen organizado. Por supuesto, lo anterior mientras se multiplican los controles ciudadanos y los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas que no permitan domar a ese potencial ogro en que podría convertirse la policía unificada.

En cualquier caso, la muerte de Gisela Mota no debe permanecer impune. Ella fue una mujer con un futuro político prometedor y una familia, que ahora es víctima de la inseguridad y violencia que estructuran las relaciones sociales el día de hoy en Morelos y el resto del país. Exigimos justicia, por supuesto, pero también que nos detengamos a reflexionar seriamente acerca de la seguridad pública y la policía que queremos. En ello –de manera literal– nos va la vida nuestra y de nuestras familias.

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