En estos días, mientras el mundo parece seguir su curso con normalidad, en Medio Oriente se cocina un conflicto que podría alterar mucho más que las fronteras regionales. La reciente escalada entre Irán e Israel volvió a poner sobre la mesa un viejo fantasma: el cierre del Estrecho de Ormuz, por donde pasa casi 20% del petróleo del planeta. No es un dato menor: si ese flujo se detiene, el precio del petróleo puede dispararse como pocas veces en la historia reciente.

Y cuando el petróleo sube, no es solo una cifra en los mercados. Todo se encarece. Todo se vuelve más frágil. Especialmente en países como México, donde la narrativa energética aún gira más en torno al discurso que a la planeación estratégica.

El petróleo no se come, pero lo sube todo: el transporte, los alimentos, la electricidad. Y aunque México se diga productor, la verdad es que seguimos dependiendo de combustibles importados, de precios globales que no controlamos y de decisiones de política energética que a veces parecen más ideológicas que técnicas.

En este contexto, la pregunta no es si el precio va a subir —porque todo apunta a que lo hará, al menos mientras la tensión continúe—, sino si estamos preparados para amortiguar el golpe. Y aquí es donde viene el dilema. Fortalecer a Pemex y a la CFE ha sido la apuesta de este sexenio, pero ¿es suficiente cuando los precios dependen de una guerra a miles de kilómetros?

La soberanía energética del siglo XXI no se mide solo en barriles o en control estatal, sino en resiliencia; en la capacidad de mantener el sistema funcionando frente a cualquier crisis global. Y eso solo se logra diversificando fuentes, modernizando redes y apostando por la eficiencia.

Lo curioso —y lo preocupante— es que mientras en Europa y Asia se habla de acelerar la transición energética como estrategia de defensa nacional, en México seguimos discutiendo si vale la pena o no instalar paneles solares. Como si la historia no nos estuviera empujando a tomar decisiones con más cabeza fría.

Tal vez la mayor trampa es pensar que el petróleo es sólo un tema económico. No lo es. Es geopolítica pura. Es el insumo más sensible del sistema. Es, muchas veces, el primer dominó que cae cuando todo se complica. Y si seguimos sin construir un modelo energético más flexible, más limpio y más preparado para la volatilidad, cada nueva crisis nos va a agarrar igual: con excusas, con ajustes de última hora y con la esperanza de que “esta vez no pegue tanto”.

El momento para discutir el futuro energético de México no es cuando el barril está caro. Es ahora. Antes de que nos alcance la tormenta. Porque si algo ha dejado claro el petróleo, es que siempre vuelve. A veces como oportunidad, pero casi siempre como advertencia.

“El petróleo es el pasado que no se quiere ir. La energía inteligente es el futuro que no estamos apurando”. Y entre una cosa y otra, el tiempo —como el crudo— se nos está acabando.

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