El claro triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador ha generado una serie de dudas, reacomodos, expectativas, generalizaciones y otros muchos fenómenos que sólo serán despejados con la propia realidad a través del tiempo. Y este desconocimiento de respuestas puntuales, tanto de seguidores como de opositores, nos remite a la tarea permanente de informarnos, reflexionar, participar y criticar los dichos y los hechos de los diferentes actores políticos, incluidas las nuevas autoridades.

Los comportamientos han sido diversos en los distintos ámbitos; lo mismo presenciamos exageraciones de quienes pretenden significar bíblicamente la llegada del tabasqueño contra otros que la equiparan con el mismo infierno. Los ánimos van de un lado a otro y se comparten en las conversaciones familiares o de oficina, las redes sociales y en medios de comunicación, entre otros espacios y ambientes.

Hay inquietudes que pueden llevar a juicios apresurados y arriesgados, aunque, conviene tenerlo presente, hay situaciones que brindan ciertos datos para ello, de un lado o de otros.

Sin embargo, en medio de las distintas interpretaciones, es importante recuperar, entre varios, siete referentes centrales que aparecen como mayoritariamente aceptados: 1) las cosas no pueden seguir igual; 2) es necesario un cambio; 3) existe un evidente rechazo al Partido Revolucionario Institucional; 4) el presidente Enrique Peña Nieto y su grupo (rebasados y deslegitimados) tienen un alto nivel de repudio; 5) hay una profunda insatisfacción ante fenómenos como corrupción, inseguridad, violencia, impunidad y desigualdad, por citar algunos; 6) la sociedad está agraviada, y 7) López Obrador —por las razones que se incluyan— canalizó preferentemente los enunciados anteriores, a diferencia de sus competidores, y esto se reflejó en el número de sufragios que obtuvo.

Pero volviendo a las preocupaciones y ocupaciones actuales y futuras de la ciudadanía por el triunfo de Andrés Manuel —y la dimensión del mismo—, existe una peligrosa tendencia por parte de ciertos opinantes que, ante la euforia o la conveniencia, minimizan la importancia de los antecedentes en lo que viviremos los mexicanos. Y ello abarca la trayectoria de López Obrador, de Morena y de militantes, simpatizantes y/o aliados con nuevos cargos, como habría que hacerlo con cualquier otro actor ganador.

Es verdad que hay quienes destacan que el presente se define cada vez más con relación al futuro, más que con relación al pasado; esto es, se mira más hacia delante que hacia atrás; pero, sin duda, resulta peligroso desdeñar la fuerza de la historia, por el motivo que fuere.

El próximo presidente de la República tiene una trayectoria política de donde habrá que recuperar los rasgos de su personalidad y su estilo de gobierno —manifestado en su paso por el entonces Distrito Federal y en sus campañas—, así como las causas de acuerdos con personajes y organizaciones. Y qué decir de su discurso cargado de ambigüedades, contradicciones, superficialidades, descalificaciones y defensas. Sí, convicciones, interés y resultados.

Es el mismo Andrés Manuel López Obrador, pero con más poder y responsabilidades, entre otras cosas, porque no apareció ahora y tampoco es lo mismo ser candidato opositor que gobernante. Conviene tener memoria para no engañarse ni pretender engañar a alguien más.

Cierto es que no se pueden dar cheques en blanco ni tampoco quitar el beneficio de la duda. Esto exige realismo político para tomar parte en los acontecimientos con honestidad intelectual y exigencia ciudadana, vigilar evitando taparse los ojos o voltear hacia otro lado. Y esto porque hay quienes sacrifican la verdad en función de su ideología.

Habrá que analizar los días que vienen más allá del antipriísmo, los sofismas y el efectismo, lo cual supone examinar al nuevo gobierno y su ejercicio político, en tanto cuanto responda o no al bien común de México. Y esto nos obliga a todos: es una misión compartida.

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