Eran los años duros de la lucha racial en Estados Unidos. Orenthal James Simpson —nacido en San Francisco, California, en 1947— era un héroe peculiar en la cultura estadunidense rebasada de sobresaltos y de sangre.

John Updike sostenía entonces que América pasaba por un momento dramático, una suerte de frenesí escatológico. “Quizá Dios había retirado su bendición a Estados Unidos”. Era —convino Norman Mailer— un pensamiento inolvidable, pues permitía diseccionar las intenciones del diablo y sus tentáculos políticos.

Mientras Simpson —carisma sin igual en el futbol americano colegial— ganaba yardas como corredor de la Universidad del Sur de California, entre 1967 y 68, la nación se convulsionaba con prisas. Intentaron asesinar a Andy Warhol; Robert Kennedy moría tras recibir un tiro en la cabeza; Martín Luther King era asesinado por un blanco, homicidio que provocó históricas protestas, y, para colmo Vietnam seguía cobrando miles de vidas de jóvenes estadunidenses, la Batalla de Hue era la más despiadada anticipación del futuro revés de las fuerzas armadas en lejano oriente.

En ese ambiente de etiquetas —jipis, contracultura, rock and roll, drogas, segregación y despiadadas convenciones políticas republicanas y demócratas para las presidenciales del 68 en las que compitieron Richard Nixon y Hubert Humphrey— O.J. Simpson se convertía en el gran ícono del deporte profesional de la Unión Americana.

Se reestrenaban los adjetivos.

Simpson, a diferencia de Jackie Robinson en el beisbol o de Oscar Robertson en el Basquetbol, no era negro. Y, desde luego, tampoco blanco. La prensa deportiva decidió llamarlo el atleta sin color. Y así se ganó las portadas de las revistas especializadas antes de llegar a los Bills de Búfalo de la NFL. O.J. estaba al margen del debate entre los demonios de la izquierda y la derecha; de blancos y negros; de liberales y conservadores radicales en varios estados de la Unión.

Si, como dijo el autor de los “Desnudos y los muertos”, Muhammad Ali era el gran sustantivo de Estados Unidos, Simpson era la idea de un adjetivo nuevo y con fines comerciales: el neutro. Y así, con él, nació un nuevo relato en las campañas publicitarias: el héroe que es en sí mismo. Pero, como apunta Rafael Argullol en “El héroe y lo único”: Todos ellos se aprestan a la disgregada derrota de la subjetividad.

Simpson, como después Michael Jordan, tenía gracia. Y era atractivo para las marcas, para la televisión y, después, para el cine. Sería presentador, analista y actor de lo absurdo, con cierto éxito y aprobación del tipo de espectador que no exige mucho al bajo presupuesto.

En el héroe sin color también nació el espectáculo en tiempo real. Al aire, durante un partido de baloncesto de la NBA, se interrumpió la señal para seguir el rodaje de la estrepitosa caída del ídolo: escapaba de la justicia que debía llevarlo a tribunales acusado del homicidio de su novia Nicole Brown y del amigo de ésta, Ronald Goldman.

El llamado “Juicio del Siglo”, lo absolvió. El veredicto de no culpable no convenció a la opinión pública, para la cual las pruebas del fiscal eran irrefutables. Luego, Simpson fue declarado culpable por la vía civil. Perdió su fortuna. Y, ya en el suelo, fue acusado de varios delitos y condenado a prisión, de la que salió tras cumplir el mínimo de la sentencia.

La caída del héroe sin color fue patética, como pocas en el deporte contemporáneo. La hybris, desequilibro e ira, fue la daga letal que hundió —como a Aquiles— en la infamia al de los pies ligeros. La tragedia es el destino prefigurado de los que buscan la ansiada divinización, aun en el frenesí escatológico de las masas y su consumo.

Twitter: @LudensMauricio

Google News