Pues el tema de la semana acaba siendo el caso Cassez, en donde la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó, por mayoría de votos, otorgarle un amparo y decretar su libertad inmediata y absoluta. Aunque el proyecto original de la ministra ponente consistía en identificar las pruebas viciadas por el montaje mediático realizado alrededor de su detención, acabamos con un amparo.

Es un tema complicado del que escribimos hace tiempo. La esencia del problema es cómo puede llegarse a la verdad. En los procesos legales, la única forma de reducir el riesgo de no llegar a la verdad es siguiendo un procedimiento. Si el procedimiento no se sigue, entonces el riesgo de equivocarse es muy grande. El procedimiento, por cierto, está pensado para reducir la probabilidad de castigar a alguien que es inocente. Como es sabido, mientras menor es esta probabilidad, mayor es la de soltar a alguien que es culpable. Así es la probabilidad.

En México, insistiré todo lo que pueda, hasta 1997 no había nada parecido a la ley. Todavía en ese año la voluntad presidencial era la única norma vigente para los grandes casos, y para los pequeños aplicaba la voluntad de alguno de sus subordinados, que era el resto de la clase dirigente: políticos, empresarios, líderes y demás. El poder, pues.

Es a partir de la reforma del Poder Judicial de diciembre de 1994, pero sobre todo a partir del derrumbe del viejo régimen, en septiembre de 1997, que empezamos a utilizar la ley en nuestro país, sólo para darnos cuenta de lo deficiente que es la norma escrita, desde la Constitución hasta la circular más inocua que se imagine. No creo que sea coincidencia el crecimiento del crimen a partir de esas fechas, en distintas modalidades y a diferentes ritmos.

A diferencia de lo que ocurre con algunas operaciones aritméticas, en el proceso de cambio que vivimos, el orden de los factores sí altera, y mucho, el producto. Nos ha ocurrido que la descentralización y la democratización del país, al darse a ritmos diferentes, produzcan feudalización y no federalismo. Nos ocurrió que el derrumbe del régimen autoritario no fue seguido de inmediato por la aplicación de la ley, de forma que hubo regiones enteras que se deterioraron al grado de quedar bajo control de criminales. Y nos ha ocurrido que, antes de tener un sistema judicial funcionando, hemos abrazado con todo celo los derechos humanos, provocando el sesgo que comentábamos: liberamos criminales con tal de no encarcelar inocentes, aunque más de la mitad de los detenidos no haya llegado siquiera a juicio.

México atrasó su construcción de instituciones por demasiado tiempo, y de golpe hemos querido resolver todo, sin orden ni concierto. De pronto hay que ser democráticos, garantistas, promotores de derechos humanos, redistribuidores de ingreso y luchadores contra la pobreza. Y todo hay que hacerlo sin recaudación, sin policía, sin sistema judicial eficiente, sin leyes coherentes, sin educación. No sé si vamos a poder.

Hace una semana comentaba con usted la importancia de entender las repercusiones de lo que decidimos. Impulsar más cobertura de derechos sin tener claro cómo se financian, lo único que provoca es una crisis fiscal que ocurre al mismo tiempo que una revuelta de resentidos: es decir, no se cumple lo prometido pero se acaba el dinero. No hay duda de que la cobertura de derechos es de la mayor importancia, pero olvidamos el paso siguiente. Algo similar ocurre ahora con el caso de referencia: es indudable la importancia del debido proceso, pero en un sistema judicial inoperante como el nuestro, tal vez haya que vaciar todos los penales desde ya, y volver a empezar. ¿O cómo le vamos a hacer ahora para poner un límite al manoseo de pruebas? ¿Si salen en tele está mal, y si no, siguen siendo válidas?

Otra vez, el orden de las cosas altera el resultado. No nos tocó la secuencia ilustración, modernidad, revolución, justicia, liberalización, democracia, Estado de bienestar. Sin los primeros tres pasos, queremos los cuatro últimos. Derechos humanos sin Estado de derecho; Estado de bienestar sin recaudación; control del gobierno sin control a los poderosos; en el fondo, puros derechos y ninguna obligación.

Y me parece que en parte esto ocurre porque un grupo muy significativo ha construido su narrativa alrededor del Estado: es al que hay que limitar y vigilar, pero es al mismo tiempo el que debe ser grande, redistribuidor, planeador, rector de la vida. Quieren lo filantrópico sin el ogro. Y nos estamos complicando mucho.

Profesor de Humanidades del ITESM-CCM

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