Hay algo que he pensado mucho conforme veo transcurrir la vida, y es lo importante y valioso que es haber tenido una infancia feliz. En esa etapa se adquieren los elementos de vínculo y afecto que nos permiten ser objeto del amor de nuestros padres, abuelos, hermanos, etcétera, de tal suerte que comenzamos a forjar recuerdos felices que nos acompañan a lo largo del tiempo y que son un alivio en momentos duros y difíciles que mas tarde o temprano el azar de la vida nos tiene preparados.

Dice un buen amigo que la felicidad tiene siempre una fecha de caducidad, no obstante que se nos atraviese de nuevo en cualquier momento. Por ello, la formación y el uso de los recuerdos felices cada que sean necesarios, es una manera de tentar a la felicidad para que nos acaricie de nuevo, cuando menos lo esperamos.

Una de las técnicas que desde muy pequeño aprende uno para ir dándole forma y sentido a esas caricias de la felicidad, tiene mucho que ver con los sentidos. Vemos cómo reaccionan los bebés al escuchar la voz de sus padres. Observamos al tiempo su reacción cuando la vista les permite reconocerlos y querer regresar a la seguridad de sus brazos lo más pronto posible. El efímero olor de las personas queridas detona de inmediato una reacción emocional. Al tiempo, el tacto y los sabores van haciendo su propia tarea en la construcción de esas chispas de felicidad, y cuando el tiempo hace de las suyas y nos lleva a la juventud, nuestros sentidos se orientan en otra dirección, como las posibles parejas, y vamos poco a poco probando otros sabores que irán forjando en cada uno de nosotros nuestros gustos y preferencias hasta ser adultos.

Pero siempre ocurre que la memoria y la felicidad nos sorprenden  con sus jugadas en el momento más inesperado. De pronto en algún lugar distinto, el pan huele de igual manera como aquel que mi madre nos compartía los sábados por la mañana en su cama y ese pequeño trozo de un bolillo crocante tenía un sabor único. Así, recuerdo los aromas y sabores detonan de la cocina de mi infancia.

Así también, hay otros días en los que de nuevo logro percibir aquel olor de la tienda de dulces; de aquellas tortas de la escuela; de los bocadillos en los días de campo improvisado; del color y sabor de los algodones de azúcar; de los helados, paletas y nieves; del puesto de tacos en la esquina de la que fuera mi casa; de las flores de jardín que mi madre cuidaba con esmero y tantos más que se esconden en los rincones de mi mente.

En fin, son los aromas de la infancia los que se convierten de inmediato en pequeñas dosis concentradas de felicidad, que para fortuna nuestra no tienen fecha de caducidad, sino hasta que por cualquier razón dejáramos de recordar. Mientras tanto, aprovechemos esa maravillosa oportunidad de escarbar entre nuestra nariz y nuestra memoria, o tal vez aventurémonos a probar de nuevo aquello que nos dejó un agradable recuerdo en aquella maravillosa infancia, como la que vivimos hace ya muchas décadas en la viejas calles y en los rincones de tantos pequeños lugares que vendían algo para nuestros sentidos, lugares que cedieron su espacio para otros aromas y sabores nuevos, los que sigue dándonos este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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