El tiempo es soleado, precioso. Son poco más de las nueve de la mañana en la capital de Querétaro, y 50 metros más adelante está mi próximo destino: un puente peatonal con elevadores para personas con discapacidad, el oasis para aquellos que como yo, utilizan una silla de ruedas.

Coloco ambas manos sobre las llantas y me muevo rápidamente, parece sencillo y podría serlo, si el camino no estuviera lleno de baches y la grava no se desprendiera del asfalto. Sin embargo, no lo es; además del obstáculo inmediato —el mal estado del pavimento— están las miradas de desconocidos que te ven de reojo, mientras pasas a su lado en una silla de ruedas.

El puente peatonal con elevadores está ubicado en una avenida de alta velocidad denominada Paseo Constituyentes. Su inauguración se realizó en 2007, durante la administración del gobernador panista Francisco Garrido Patrón; sin embargo, después de 10 años su funcionamiento es obsoleto.

El puente está ubicado a un lado de una unidad deportiva perteneciente a la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ) y cruza hasta una colonia de Corregidora, un municipio aledaño a la capital. Esta obra, además de representar un monumento inservible de una administración pasada, también funciona para algunos como una línea limítrofe no establecida entre la periferia de la capital y el municipio vecino: Corregidora.

Para atravesar la avenida con una silla de ruedas sólo hay una alternativa posible: cruzar el puente de casi siete metros de altura, que tienen alrededor de 20 escalones.

Buenas tardes, ¿sabes cómo puedo atravesar la calle?, le preguntó a un hombre que espera el autobús sentado en una banca de cantera.

El hombre de aproximadamente 40 años, que viste ropa deportiva, antes de dar una respuesta me mira fijamente. Lo duda bastante. ¿Cómo atravesar una avenida de alta velocidad o subir más de 20 escalones en una silla de ruedas?

¿El elevador? Nunca ha funcionado, responde, mientras voltea su cara hacia los graffitis y al interior de una caseta blanca. Cruzar la avenida es imposible, dice, pasan muchos carros y es peligroso. Subir los escalones, tampoco es la mejor opción. Él solo, no puede ayudarme, insiste.

¿Cómo has llegado a este lado de la avenida? ¿Qué haces sola?, ¿Por qué quieres cruzar el puente? Me pregunta el hombres antes de decidirse a ayudarme.

—Estoy visitando a unos familiares. Llegué en coche, pero quiero regresar a mi casa que está del otro lado del puente, le respondo para disipar sus dudas y encarar su reproche por andar sola en una silla de ruedas.

El hombre me da una tercera alternativa, regresar sobre mi silla de ruedas e irme al crucero más cercano, que se ubica a 2 kilómetros y medio de distancia. Justo cuando estoy a punto de hacerlo, se levanta y le pide ayuda a un chico que escucha música a través de sus audífonos: ¡Ayúdame a cruzar el puente con la chica, compadre!

“He cruzado la avenida Paseo Constituyentes y sigo viva”.

El chico de los auriculares lo obedece. Me cargan entre los dos y subo las escaleras con la silla de ruedas y el vacío sobre mi espalda. Un paso en falso y una caída sería inminente. Tengo miedo, pero pienso que es la única alternativa. Al menos es más seguro que atravesar una avenida de alta velocidad.

Después de cinco minutos que se me hicieron eternos, llegamos a la cima del puente. El chico de los auriculares desaparece antes de poder decirle gracias y el hombre luce un poco decepcionado; hay que esperar a una segunda persona para bajar las escaleras.

Un segundo ayudante aparece y sin dudarlo, me baja de las escaleras sujetando la silla de ruedas con fuerza. La bajada es más segura y la sensación de vacío desaparece.

Los hombres se despiden de mí. Me siento realmente agradecida, he cruzado la avenida Paseo Constituyentes y sigo viva.

Me despido de las primeras personas que me brindan ayuda y avanzo al interior de San José de los Olvera, una colonia que me recibe con una banqueta estrecha y llena de huecos. Avanzo sobre mi silla de ruedas y me detengo por un bache. Maniobro para seguir la marcha, pero después de unos centímetros un nuevo hueco cubierto con pasto me detiene.

¿Te ayudó a seguir el camino?, ¿Para dónde vas?, dice una mujer de edad madura, mientras decide empujar con ambas manos la silla de ruedas.

Esto sucede unas calles adentro de la esquina del Oxxo hacia la derecha.

La mujer no me dice su nombre y tampoco se lo preguntó como parte de un acuerdo de confidencialidad anónima y no explícito establecido entre ambas. Mientras empuja la silla, me cuenta que vive desde hace 10 años en San José de los Olvera con sus dos hijos.

Hace tres años su esposo falleció a causa de cáncer. Durante el tratamiento, que duró sólo tres meses por lo avanzado de la enfermedad, su amigo íntimo fue una silla de ruedas. La mujer que me ayuda ahora, sostiene por primera vez una silla desde que falleció su marido.

“Aún me duele su pérdida. Ya pasó tiempo, pero todavía me acuerdo y ¡Ay, me entristece!”, dice mientras no deja de empujar la silla y me introduce al interior de la colonia. Le doy unas palabras de aliento, mientras ella busca reconfortarme por mi nueva condición. ¡Que no te tenga lástima nadie! Al inicio a todos les cuesta trabajo, me conforta.

La plática con mi nueva amiga termina después de un par de cuadras. Ella regresa a su casa en San José de los Olvera, con sus hijos y unos zapatos nuevos que acaba de comprar en la capital queretana.

El nuevo reto es un empedrado

Mientras tanto, mi nuevo reto es avanzar por una calle empedrada, después de recorrer unos centímetros, me doy cuenta que es el peor error que he cometido. La silla no avanza en absoluto y mis maniobras son insuficientes. Me duelen los abrazos y después de varios minutos de estar en una cuadra, por fin consigo adentrarme en una calle pavimentada. La gloria.

Tras unos metros llegó a un parque deportivo. Tres escaleras me separan de la explanada principal, donde algunos chicos juegan futbol y otros pasean a sus perros. Al lado de las escaleras hay una rampa para discapacitados, pero al igual que el puente con elevadores, es inservible.

Está separada unos centímetros del piso y la falta de experiencia sobre una silla de ruedas me dificulta subir. Lo logró un poco, pero avanzar parece imposible porque la rampa está demasiado empinada.

La obra se ubica en la calle Monterrey, pero no tiene una placa que diga su nombre y los vecinos lo conocen como “Parque”, algunos osados lo ubican como “Parque Monterrey” y todos los demás datos, cómo quién es el administrador o quién está a cargo del parque, es desconocido.

Da lo mismo para mí, al menos el día de hoy, no podré conocerlo. Una rampa para personas con discapacidad, me separa de los chicos que juegan fútbol y pasean a sus mascotas.

Avanzo un poco sobre una calle solitaria. No hay tráfico y los carros, en su mayoría, se detienen para cederme el paso. Después de unas cuadras, llegó a un nuevo destino: un parque lineal ubicado cerca de la colonia El Campanario.

A diferencia de San José de los Olvera, El Campanario es un conjunto habitacional para la clase media alta. Las calles cercanas evidencian la diferencia de clases. El parque también lo hace, en él hay rampa para discapacitados pintada de azul con un hombrecito blanco y que está perfectamente pegada al piso.

Sin embargo, este parque, que sí podré conocer, también resulta una simulación. Sólo hay dos rampas juntas, metros más adelante, hay se encuentran banquetas. Al bajar una rampa, un paso peatonal lleno de baches me dirige a la segunda rampa que no tiene salida.

A pesar de estos detalles, estar cerca del Campanario, la colonia de clase media alta queretana, tiene sus ventajas. La avenida deja de ser de alta velocidad y hay un camellón con rampas en medio de la calle. El camino es fácil y aunque me atoro un poco, dos chicas me ayudan a cruzar la calle y se despiden de mí con una sonrisa.

Logro cruzar la avenida y emprendo la marcha de regreso a la Unidad Deportiva de la Universidad, al lugar de los elevadores para discapacitados que no han funcionado durante 10 años, y que aseguran los vecinos que el ascensor no funcionará nunca.

El camino de regreso me parece más sencillo, puedo andar por la banqueta hasta que llegó a un cruce que indica que la avenida vuelve a ser de alta velocidad. En ese momento, aparece un nuevo peligro: el transporte público.

Estar en silla de ruedas y transitar por las calles donde pasan los autobuses es una hazaña suicida en la ciudad de Querétaro, avanzo con miedo. Después de tres autobuses me meto por una calle aledaña a la avenida Constituyentes, justo donde inició mi recorrido.

No regreso al puente peatonal que tiene elevadores inservibles porque no quiero sentir de nuevo el vacío sobre mi espalda.

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