Irreverente dentro y fuera de la cancha, Ricardo Antonio Mohamed Matijevich (Buenos Aires, 2 de abril de 1970) cambió su perspectiva de la vida durante la madrugada del 1 de julio de 2006, cuando conoció el dolor.

Habían pasado poco más de tres años desde que jugó su último partido a nivel profesional. Ya era director técnico. Entrenaba a su amado Huracán (club en el que se formó como futbolista), tras probar fortuna en México con el Zacatepec, el Morelia y el Querétaro, pero no dejaba de ser ese hombre que gustaba de los peinados distintos, coloridos y los jeans deslavados.

El pueblo argentino tenía mucha fe en la selección que José Pekerman armó para el Mundial de Alemania, así es que El Turco, sobrenombre recibido por su ascendencia, viajó para presenciar al combinado de su país. El plan original era viajar con amigos, pero un día antes de cruzar el océano Atlántico decidió llevar a su hijo Farid, de nueve años de edad.

La tarde del 30 de junio asistieron al juego en el que los sudamericanos fueron eliminados por el anfitrión en Berlín. Iniciaba el viaje de regreso… Hasta que la casa rodante en la que se trasladaban a Frankfurt fue impactada por un automóvil, quedó partida a la mitad. Cuatro de las cinco personas que viajaban sobrevivieron, excepto Farid, quien murió en un hospital de la localidad de Jena.

Antonio sufrió triple fractura en la pierna izquierda. Le fue salvada gracias a un injerto de su propio brazo. No estaba en el mismo hospital que su hijo, de cuya muerte se enteró horas después.

“He aprendido a disfrutar el día a día, a gozar el presente”, comparte el nuevo director técnico del América, quien se propuso ascender a Huracán, club que también representaba mucho para Farid.

Lo consiguió al año siguiente. Para entonces, era un hombre más recatado, aunque había recuperado esa peculiar sonrisa que suele conectarle con la afición de los clubes en los que jugó o ha dirigido.

Después de aquella fatídica madrugada, pensó en retirarse del futbol, mas recordó lo mucho que su pequeño amaba a este deporte. Al igual que él, porque siempre se divirtió dentro del campo, aunque ahora sufre en la zona técnica, frente a la banca en la que siempre está Farid.

Además de su lugar, siempre reserva el de su costado derecho. Allí coloca un rosario en memoria de su hijo, ese ángel al que se encomienda cada que sale a la cancha. Aquel episodio lo acercó más a Dios.

Mutación de un hombre extravagante como futbolista. Tan talentoso y desequilibrante como bromista y líder en el vestuario.

Pese a que jugó en otros siete clubes mexicanos, dejó su legado en los hoy desaparecidos Toros Neza, a los que guió hasta la final del Verano 1997. Era el alma de un plantel tan descarado y alegre como él. Llegó al club mexiquense en 1993, con el cabello largo y ese pronunciado tórax que generó dudas sobre su capacidad. Las fulminó con sus delicados pies y veloz mente.

Cuando Carlos Reinoso asumió la dirección técnica de los bureles, le advirtió que no alineaba a jugadores con el cabello largo. Al día siguiente casi todo el equipo apareció a rape.

También los motivó a teñirse el cabello de distintos colores para aquella fase final del Verano 1997. El suyo fue en verde, amarillo y rojo. Dos años después ideó salir a la cancha para tomarse la fotografía oficial con máscaras, incluida una del ex presidente Carlos Salinas de Gortari. Chispazos que disminuyeron tras su retiro y desaparecieron con la tragedia.

“He cambiado muchísimo. Ya no soy más esa persona rebelde que jugaba al futbol con los pelos pintados”, revela. “Ahora soy más grande, maduro, totalmente diferente”.

Aunque con esa sonrisa que sólo se fue algunos meses. Sabe que Farid amaba verlo contento y cada día se esfuerza en serlo, pese a perder varios trozos de su corazón en una fatídica madrugada alemana.

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