Es la época del Pleistoceno. La escena tiene lugar hace un millón de años. Ya había hecho su aparición el género Homo, y la hembra de esa especie acaba de dar a luz a una criatura que se deslizó entre sus piernas, envuelta en grasa, sangre y líquido amniótico. La madre, que no sabe cómo cuidar de este ser indefenso, lo deja sobre la tierra después de darle leche de sus pechos. Entonces su cerebro busca la solución a su problema y sus brazos toman dos piedras del entorno. Las coloca una sobre otra. Luego trae una tercera, y así muchas más, hasta formar un pequeño muro. Al llegar a cierto nivel, pone otras piedras en ángulo, y sigue adelante.

Con una mueca que antecede a la sonrisa, con luz en la mirada, la señora cavernícola acaba de crear una construcción. Ha protegido a su prole, ha aislado a su familia, pequeña pero significativa, de los peligros que les acechan.

De ella descendemos. Sus neuronas pensaron de manera precaria y sus labios se abrieron para articular sonidos que son antecesores de las palabras que tú pronuncias, lector, cuando piensas en tus hijos dormidos en la seguridad de su habitación. Los sentimientos que invadieron el corazón de ella fueron la base de las emociones que nos estremecen. Aquellas piedras recibieron el sol y entibiaron un lecho. Fueron un ensayo, un bosquejo, de la primera casa.

La arquitectura del mundo tiene columnas, muros, techos y vanos, además de otros elementos fundamentales. De ellos, las paredes son nuestra referencia más cercana, en su superficie colgamos cuadros que contienen arte, abrimos ventanas al paisaje, las pintamos con colores que nos gustan y las volvemos parte importante de la vida que vivimos.

Los muros protegen, cuidan de sus dueños, se levantan con dignidad y fuerza, se convierten en fortaleza y refugio. Como todo, tienen un lado siniestro: pueden ser elementos de agresión y aislamiento. El muro de Berlín, una de las vergüenzas de la historia, fue erigido a partir del 13 de octubre de 1961 por el gobierno comunista de la República Democrática Alemana y permaneció como un símbolo de la Guerra Fría hasta el 9 de noviembre de 1989. A lo largo de casi cuatro décadas separó a los hermanos que por azares del destino vivían en diferentes zonas de la ciudad. Cientos de miles de familias en toda Alemania se dividieron y sus miembros se convirtieron en adversarios ideológicos, políticos y sociales. Nosotros, que vivíamos en relativa paz, sentíamos tristeza de pensar en los países que amenazaban con lanzar misiles y destruir enormes zonas del planeta.

Creado por la escultora Maya Lin, el muro dedicado a los combatientes de la Guerra de Vietnam es un monumento de piedra pulida que mide 75 metros. Tiene grabados los nombres de las víctimas, y al ser brillante y negro actúa como un espejo donde se ve el rostro de la persona que mira. El objetivo de la artista es capturar el pasado, con las letras que simbolizan a los muertos, y el presente en el reflejo de la imagen del visitante. Más de tres millones de personas al año visitan el espacio, lloran al ver los nombres de tantos chicos, muchos de ellos tan jóvenes que duele pensar que murieron en medio de una batalla cruenta en una tierra lejana por razones políticas carentes de sustento.

El Muro de los Lamentos, el sitio más sagrado del judaísmo, está en Israel. Es el último vestigio del Templo de Jerusalén y posiblemente fue construido por Herodes el Grande en el año 19 antes de Cristo. Otros historiadores lo atribuyen a su nieto, Agrippa II. Los judíos oran frente a este vestigio, leen los Salmos y cantan sus himnos sagrados. La costumbre de colocar en sus rendijas papeles que contienen plegarias tiene varios siglos.

Las paredes de nuestra alma, de nuestra casa interior, con frecuencia sufren el acoso del mundo. Hay golpes que causan grietas, hay dolores que son fracturas. La pérdida de los seres amados rompe la estructura y expone los muros a la intemperie. La frustración cotidiana mancha la pintura con que alguna vez cubrimos la superficie y ante ese deterioro hay quienes se quedan inermes, sin permitir que a su alma vuelva la alegría.

Escribir en un papel lo que te aflige y luego deslizarlo entre las piedras que te sostienen por dentro podría ser una buena terapia, si tú, querido lector, desearas emular a uno de los pueblos más inteligentes de la Tierra. No pierdes nada con intentarlo.

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