La doctora Avendaño abrió con ambas palmas las puertas de cristal esmerilado de la bodega de medicamentos del cuarto piso de la flamante adición del Hospital General de la Ciudad de México y entró al espacio bordeado de repisas vacías.

Ni un frasco. Ni una caja. Nada: vacías de piso a techo.

Caminó despacio, el corazón latiéndole fuerte, ocho pasos de estantes llenos de vacío, dieciocho pasos de ausencia de las medicinas cuyo pedido había firmado hacía tres meses, cuya factura de pagados le había llegado una semana después, los latidos creciéndole hasta la garganta, ni un pequeño gotero de un millón de pesos gastado en medicinas.

El escenógrafo subió los peldaños de piedra, rotos acá y allá, del Teatro del Instituto Mexicano del Seguro Social, el plano de remozamiento hecho un cilindro largo bajo el brazo, y miró bajo los peldaños de la escalera a los indigentes acurrucados esa madrugada fría.

Cruzó el vestíbulo y entró al espacio de la butaquería sin butacas. Ni una butaca.

—¿No han llegado las butacas? —mordió las palabras. El enojo burbujeando en el corazón.

La joven abogada se encerró en el baño, apretó el botón de la perilla y golpeó con el puño la pared de mosaicos.

—Mierda —masculló. —¿Por qué me piden eso? Diez tarjetas de elector para apuntarlas. ¿Por qué demonios se atreven a pedirme diez votos para el PRI? ¡Mi voto es mi voto y es secreto!

La doctora Avendaño caminó entre las camas de la sección de urgencias mirando los cuerpos tendidos, levantando una mano para saludar a algún enfermo, llegó a la mesa circular donde la esperaba expectante el enfermero. Le dijo en voz baja:

—Pues no han llegado los medicamentos y se nos están muriendo los pacientes. ¿Qué hacemos?

Los ojos nublados por el llanto, el escenógrafo marcó en su celular. Dijo:

—¿Pues no que iban a destinar 550 millones de pesos a remozar dieciocho teatros? ¿No lo anunciaron a la prensa con bombo y platillos? ¿Dónde está el director del IMSS que lo anunció a la prensa? ¿Dónde está el hablador de Mikel Arreola?

—Lo siento —dijo la abogada a su jefe, bajando la vista al escritorio y tragándose la rabia. —No logro traerte las diez tarjetas de elector. Mi familia no quiere votar por el PRI. Mis amigos menos.

—Está bien, que sean tres tarjetas, o dos, dile a tu novio y a su mamá, diles que es por tu bien, la cosa es que traigas tarjetas.

La abogada apretó el puño y se clavó las uñas en la palma.

Y en una playa de Guerrero el capitán Ordaz desenfundó la escuadra y colocó el dedo en el gatillo.

Disparó.

Y durante un minuto la furia se desató en el país, estruendosa.

—¡Vete a la goma licenciado, no te traigo ni una tarjeta de elector! —dijo la abogada.

—¡¿Dónde demonios están los medicamentos?! —gritó la doctora y los pacientes del salón de urgencias salieron de sus sedaciones y abrieron los párpados.

—¡Mikel Arreola anda de candidato del PRI para dirigir la Capital! —gritó a todo pulmón el escenógrafo en el teatro vacío—. ¡Hazme el reverendo favor, no puede remozar un teatrito y quiere gobernar toda la capital!

El niño sintió el balazo cruzándole el pecho y siguió corriendo por la playa, sacando fuerzas inconcebibles de la furia.

Dos camiones de carga chocaron frente a frente en una carretera.

Y el escenógrafo estrelló la piedra contra el cristal y el cristalazo se extendió por toda la hoja de cristal de la fachada del teatro del Seguro Social.

—Es la corrupción —dijo sereno el intelectual y se quitó los lentecitos sin arillo. —Eso es lo que tiene irritada a la gente. Por fortuna —agregó—, el mexicano es un pueblo sereno, noble, paciente. Diría yo que… resignado.

—Ahora bien —siguió el intelectual, sereno—, contamos con el acuerdo de la democracia electiva. El mecanismo de la elección por mayoría de los gobernantes es lo que ha impedido una revuelta desordenada de las masas. Les renueva cada seis años la esperanza de poder elegir un nuevo… ¿cómo decirlo?… un gobierno nuevo que al menos sea eso, nuevo.

—La concordia, dice Aristóteles —dijo la estudiante de pelo color rosa a la mesa de la biblioteca del Tec de Monterrey —es el acuerdo de los corazones en los asuntos de gobierno. Por ejemplo, dice Aristóteles, como cuando todo mundo juzga que los poderes del Estado deben ser elegidos por el voto, como es en nuestro caso.

Alrededor de la mesa sus amigos escuchaban con minucia y en el aire flotaban puntos de luz, diminutos y ligeros, como ángeles diminutos.

—En cambio —siguió Aristóteles hablando por los labios de la chava del pelo rosa y el arillo de oro en la nariz—, cuando el acuerdo común se rompe, los corazones se desatan entre sí y se enfrentan, la sangre hierve en cada corazón, estalla la furia, reina la discordia y puede desatarse la guerra civil.

Los cuatro hombres de negocios, no los más ricos del país, pero sí cuatro de los diez más ricos, tomaron asiento en la sala de sofás de cuero negro.

—Señor presidente —dijo uno, de melena blanca—. Tenemos que parar al candidato puntero, como sea.

—Tiene el 48% de la intención de voto —dijo el presidente.

—Cierto. La mitad del pueblo tendrá sus razones para favorecerlo con su voto pero esa mitad del pueblo es tonto. Ha caído presa de la narrativa de odio de un demagogo que pretende destruir al país, como lo conocemos.

El Oscuro, el operador nacional de tranzas electorales del PRI, se quitó las gafas negras y entró por la puertita roja, y cerró tras de sí.

En el hangar habían 345 tráileres plateados. Relucientes. Estacionados. Cada tráiler con pacas de billetes de a 500 pesos. Una fortuna colosal: el dinero tomado del presupuesto de salud y de educación y de vivienda, para realizar el fraude electoral.

En cuanto llegara la orden, los tráileres plateados se pondrían en marcha para distribuirse por la República y llegar a las casas de acopio del PRI, donde los operadores de a pie llenarían sus mochilas de espalda con fajos de billetes e irían a distribuirlos a los operadores de casilla, cuya misión sería cambiar los números de las sábanas de papel con la suma de votos.

—Dos o tres votos de más al PRI en unos cientos de miles de casillas y ya estufas —pensó para sí el Oscuro. —A ver si ya se decide el Jefe. No sé qué demonios espera para darnos la orden de salida.

—Por eso —dijo el intelectual sereno—, debemos cuidar la limpieza de esta elección.

—¿Y si es trampeada? —preguntó su entrevistador del otro lado la mesilla— ¿qué supones que pasará?

—Siempre es más o menos trampeada por cada partido —dijo el intelectual sereno. —La contienda de las trampas es parte tradicional de nuestra democracia.

—Pero si esta vez es trampeada brutalmente, enormemente —insistió apasionado el entrevistador—, ¿habrán movilizaciones tumultuarias? ¿Una revuelta popular? ¿Una revolución?

El intelectual movió inquietamente los dedos de una mano.

—No, eso no, eso no, eso no —lo dijo como un mantra para serenarse. Y añadió: —El mexicano es un pueblo que se ofusca pero luego regresa a su casa y se toma una cerveza y ve en la televisión un partido de futbol y se duerme y va a trabajar al día siguiente.

—No sé señores —dijo el presidente Peña a los Cuatro Ricos del País —, es tentar al Diablo. Y ya ven que dicen que el Infierno es un lugar sin límites.

—¿Es decir, presidente?: ¿no se anima a intervenir en la elección?

—Lo que digo es que tendría que ser un fraude gigantesco, dadas las encuestas que ponen al puntero muy lejos. Un fraude de 10 a 20 puntos. De 6 a 12 millones de votos. Y eso ya no es jugar con fuego, es incendiar la pradera, y un incendio así puede saberse en dónde empezó, pero nunca se sabe dónde acabará.

El Intelectual Sereno sintió el corazón latiéndole demasiado fuerte para mantener la serenidad y cerró la entrevista con una sonrisa forzada y una frase cordial:

—Al menos así lo veo yo.

Buscó con las manos los lentes en la mesilla de formica. Sin lentes no alcanzaba a ver sus lentes pequeños y sin arillo. Por fin los presintió, pero no con la mano, sino con su zapato. Estaban bajo la suela de su zapato.

Se dobló en el asiento para recogerlos y los acercó a sus ojos. Tenían los cristales agrietados.

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