Para el presidente de la República no hay nada ni nadie que sea imprescindible. Sin consideración alguna, puede aceptar la renuncia de cualquier funcionario del más alto nivel, o pedírsela. Y todo, bien o mal, sigue funcionando. Esa es la extraordinaria ventaja que ofrecen las instituciones. Rutinizadas sus operaciones, son capaces de mantenerlas con poco personal e incluso estar acéfalas. Máxime, cuando la centralización del poder es absoluta.

La salida de funcionarios del círculo presidencial es normal. El titular del Poder Ejecutivo tiene la facultad legal de poner y quitar a quien sea cuando lo decida. Pero hoy, como pocas veces en dos años, la administración federal ha tenido bajas que apuntarían a cambiar radicalmente su organigrama, sus estrategias y hasta el rumbo del país. Y sin embargo… no pasó nada.

Los relevos comenzaron con el subsecretario de Turismo, Simón Levy, en 2019. Siguió la del director del IMSS, Germán Martínez. Con la de Josefa González a la Semarnat y la de su relevo, Víctor Manuel Toledo, después, los cambios en el gabinete empezaron a menudear. La dimisión de Javier Jiménez Espriú a Comunicaciones pasó sin pena ni gloria. Y con la de Carlos Urzúa, en Hacienda, en julio de 2019, que parecía una pérdida presidencial de consecuencias, tampoco pasó nada.

A esa lista, que incluye varios reacomodos, se pueden agregar los nombres de colaboradores de distintos niveles que, por una u otra razón, han dejado puestos de alta y/o muy sensible responsabilidad, como Alfonso Durazo, cuya presencia en la Secretaría de Seguridad y ProtecciónCiudadana, por sus pobres resultados, pasó totalmente desapercibida. Le falló al presidente de la República en una de sus principales prioridades.

En esa línea, que bien podría bautizarse como “renuncianitis”, el miércoles pasado se fue Alfonso Romo de la Oficina de la Presidencia, pese a ser uno de los empresarios más convencidos del proyecto político-ideológico de Andrés Manuel López Obrador, junto a quien se mantuvo siempre en su búsqueda de la Presidencia de México.

Hoy, el presidente dice que, si Romo se fue, ya no hace falta la oficina que ocupaba, de donde se sigue que el puente que era el también empresario entre su gobierno y este sector, se cae.

De hecho, desde su creación en 1988 con Salinas de Gortari, cuando la encabezó el francés José Córdova Montoya, hasta Enrique Peña Nieto, en que la ocupó Aurelio Nuño, se le confirió un status casi de vicepresidencia con un poder cuasi absoluto.

La práctica de este gobierno de autodesintitucionalizarse, cerrando o desincorporando entidades públicas, es otra de sus improntas. Con la idea de que no servían para lo que fueron creadas, que eran fuentes de corrupción o que se tendrían grandes ahorros suprimiéndolas, han dejado de existir muchas de ellas, como últimamente 109 fideicomisos destinados de tiempo atrás a atender necesidades esenciales de miles de personas.

A la lógica de que cualquier ente puede declararse innecesario y al hecho de que la voz del presidente se hace oír contra quien sea, cuando sea y como sea con el fin de “acomodar” cualquier realidad a su percepción o su voluntad, se agrega la certeza de la mayoría de sus colaboradores de que, contrariarlo no sólo es inútil, sino que ponen en riesgo su puesto y su salario.

Con dos años en esa situación y un apoyo popular incuestionable, lo único que se puede dar por seguro es que el presidente no cambiará, y que, como siempre, “no pasa nada” … hasta que pase.

SOTTO VOCE…

Es un hecho que, para esta época del año, millones de mexicanos no han tenido acceso a la vacuna contra la influenza. Hay mucha confusión para saber si la que se está aplicando a cuentagotas de Sanofi es “la buena”. Lo peor es que no hay explicación al respeto de ninguna autoridad, sea estatal o federal.

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