Los labios del bebé buscan con afán el seno de su madre para succionar leche tibia, con el dulce sabor que le causa placer y los nutrientes que le harán vivir. Millones de años de evolución lo han llevado a este momento: todo su ser está preparado para la satisfacción del hambre.

En cuanto se siente satisfecho mueve piernas y brazos, toca todo lo que ve y comienza a experimentar: morder, oler y sentir cada objeto que tiene cercano, incluyendo sus propios dedos y los minúsculos pies.

A lo largo de la vida, el cambio es lo único que permanece en la piel, los órganos internos, la sangre y el cerebro. En la adolescencia, en cuestión de minutos pasamos de un estado a otro: torrentes de hormonas circulan por las venas, la duda nos acribilla el pensamiento, la emoción provoca el deseo, en un instante somos los dueños del mundo, al siguiente buscamos la quietud de un rincón, para que nadie nos vea.

Estos versos corresponden al “Poema del cuerpo”, de mi amigo querido, el autor tapatío Hugo Gutiérrez Vega, publicado en su libro Buscado amor, de 1965: “Este cuerpo que ahora me pertenece / y que algún día se verá deshabitado y roto / como un mecanismo sin cuerda, / se quedará en la sombra / recordándolo todo: / la mañana del amor primero, / las tardes en que la carne se levantaba / siguiendo al polo de los deseos / y las noches en que los hijos anunciaban su vida / rozando levemente los bordes de la cuna”.

Uno de los más fuertes retos empresariales es la resistencia al cambio. Un equipo de trabajo se hace de una rutina para asegurar la calidad, un esquema de valores, el proceso de producción de un objeto y los mecanismos que se repiten con éxito. Entonces, el mercado exige cambios. Los aparatos tienden a ser más sofisticados y la empresa que manufactura inicia otro camino: tendrá que conquistar nuevos clientes. Hasta la leche de un establo compite con otras.

En 1930, varios intelectuales mexicanos pertenecientes al grupo Los Contemporáneos crearon un movimiento artístico bien sustentado en sus conocimientos y el dominio de la palabra. Uno de ellos, el poeta Jorge Cuesta, publicó el soneto “No para el tiempo, sino pasa”. De ahí tomo estos versos: “Tan pronto como el alma / el cambio habita, / no la abandona el cambio en lo que deja / ni de la vida incierta la separa; // se aventura y su riesgo sólo imita / al tiempo entonces su razón perpleja, / pues goza la razón, mas no se para”.

El tiempo no se detiene. Es implacable en su paso y deja sus huellas en todo el cuerpo. Son cicatrices de un dolor antiguo que consideramos apagado hasta que, a la menor provocación, vuelve a sangrar exponiendo la herida. A veces creemos que podríamos domar al tiempo como si de una fiera se tratase. Nos paramos frente a él y le reprochamos sus destrozos, le gritamos con fuerza y lo insultamos con odio.

Rafael Alberti, poeta español, tuvo que emigrar de su ciudad natal, el Puerto de Santa María, en Cádiz. En su exilio se sentía un marinero en tierra. El poema “Lo que dejé por ti” surge en su residencia en Roma: “Dejé por ti mis bosques, mi perdida / arboleda, mis perros desvelados, / mis capitales años desterrados / hasta casi el invierno de la vida. // Dejé un temblor, dejé una sacudida, / un resplandor de fuegos no apagados, / dejé mi sombra en los desesperados / ojos sangrantes de la despedida. // Dejé palomas tristes junto a un río, / caballos sobre el sol de las arenas, / dejé de oler la mar, dejé de verte. // Dejé por ti todo lo que era mío. / Dame tú, Roma, a cambio de mis penas, / tanto como dejé para tenerte”.

Google News