“El cielo que nos tiene prometido el progreso, no acaba de llegar” escribió Gabriel Zaid en el prólogo de su obra El Progreso Improductivo. Con esta afirmación, el autor sintetizó el resultado de la constante búsqueda de desarrollo económico que cíclicamente se topa con el fracaso en la obtención del objetivo último.

Para el caso de México, la convergencia hacia la senda de crecimiento vigoroso y sostenido parece disolverse de manera recurrente. Por tanto, también se pospone la tan ansiada entrada al exclusivo grupo de naciones denominadas como desarrolladas. Este evento se ve agravado por la falta de capacidad para instrumentar las reformas que la economía y la sociedad realmente requieren para progresar.

El desempeño eficiente de los gobiernos es un elemento esencial para que cualquier economía logre desarrollar tanto su economía como su sistema político e infraestructura productiva. Bajo este paradigma, la operación de los gobiernos no puede estar alejada de objetivos claros y precisos, de metas cuantitativas y cualitativas bajo las cuales puedan evaluarse las etapas intermedias de su desempeño. El discurso político no es suficiente.

Lo anterior se encuentra directamente vinculado con el escaso crecimiento que ha mantenido el PIB mexicano: entre 1980 y el 2013 su tasa promedio de crecimiento es solo de 2.3%. Dicha cifra contrasta con lo alcanzado por China en el mismo periodo, 9% anual, y la cual es fruto de reformas y cambios institucionales exitosos que se implementaron desde fines de los años setenta y que se han orientado al impulso de regiones y sectores estratégicos para su desarrollo.

Para el caso de México, lo descrito refleja la ausencia de un proyecto de desarrollo que promueva el crecimiento y la equidad. Si se toman como referencia los últimos 60 años, en materia de distribución del ingreso, el avance es nulo, el 10% de la población concentra casi el 40% de la riqueza, situación que ha permanecido invariable a lo largo de dicho periodo. La primera limitante para superar este rezago es el mal desempeño del PIB. Entre 1981 y 1989 el crecimiento promedio anual fue de únicamente 1.6%, lo cual, evidentemente, rompió con la tendencia positiva que se tenía hasta antes del inicio de la llamada década pérdida. Sin embargo, la cifra también refleja la incapacidad para satisfacer los requerimientos de crecimiento, consumo, inversión y empleo que mínimamente exige el incremento demográfico. Parte de ello se compensó incipientemente durante los años noventa, cuando el PIB aumentó 3.5% en promedio anual. No obstante, la modesta recuperación se detuvo en la primera década del nuevo milenio, la capacidad productiva volvió a sufrir de periodos de estancamiento y recesión, lo cual incidió en que tan solo se contabilizara un PIB promedio de 2.1%.

El entorno de bajo crecimiento descrito contribuyó a la reducción del poder adquisitivo de los salarios, fundamentalmente, porque durante los últimos treinta años se ha buscado aumentar la competitividad internacional de las exportaciones mexicanas y contener la inflación mediante la aplicación de una política laboral que otorga bajos incrementos salariales y reduce las prestaciones de los trabajadores. Actualmente, el salario mínimo real constituye el 25% de lo que era en los años setenta, lo cual ha mermado las condiciones de vida de las personas y del mercado interno.

El 2014 será un año en donde se terminarán de aprobar las reformas llamadas estructurales, habrá que observar si las mismas solucionarán los desequilibrios citados. Su desafío es que vuelvan realidad el cielo prometido. En el fondo se encuentra el bienestar de la población y la solución de pobreza para 61 millones de personas que no tienen el ingreso suficiente para vivir bien. El mecanismo es el empleo formal bien remunerado y con ello la creación de empresas productivas.

Director del Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico.

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