A finales del siglo pasado México entró en una etapa de profundo cambio de sus instituciones políticas. Pasó de un régimen de partido hegemónico que era insostenible y cada vez menos capaz de responder a las exigencias de una sociedad que ya no quería ser gobernada con la verticalidad y el paternalismo de un sistema autoritario, cerrado y corrupto. Las reformas de los años ochenta y noventa produjeron un nuevo régimen político que cambió principalmente las modalidades y reglas del acceso al poder. Instituyó un nuevo sistema electoral que excluyó al gobierno del control de las elecciones y un sistema de partidos competitivo y plural que fue desplazando gradualmente al PRI como partido hegemónico.

En cambio, la forma de ejercer el poder cambió poco; no fue objeto de una reforma como la electoral. Un par de décadas bastaron para que el entusiasmo por una democracia circunscrita a la materia electoral se transformara en decepción y para que uno de los partidos (Morena) formado con retazos de sus decadentes antecesores, principalmente PRD y PRI, más Verde, PT y PES (la “chiquillada”, pues), se hiciera del poder gracias a la construcción mesiánica del ocupante actual de la presidencia.

Con estos ingredientes, la flaca democracia que México armó para salir del autoritarismo ha experimentado su peor crisis y probablemente ha sucumbido, no sólo en sus residuos autocráticos, sino en sus asediadas instituciones electorales y de equilibrios de poder. El gobierno del presidente ofrece un “cambio de régimen”. Con pruebas en la mano se puede afirmar que no se ha ofrecido un solo atisbo programático del perfil del régimen con el que se busca la sustitución. Sólo puede identificarse, en una sucesión de ocurrencias, a cambios que se imponen “a machetazos”. Y la arbitrariedad crece y crece. A la resistencia y críticas a esta antidemocrática falta de razones y datos objetivos se les acusa de conservadoras o adversarias, sin dar argumentos racionales.

En el Congreso aguardan iniciativas como la revocación de mandato, la reforma electoral y del Poder Judicial entre otras, que representan sendos retrocesos respecto de la institucionalidad construida a medias y hoy amenazada por el ejercicio desmesurado de un poder cuyo imperio discrecional nunca fue democratizado. En ningún caso, el gobierno o sus bancadas han mostrado con argumentos por qué las instituciones que imponen o proponen son mejores que las que han de sustituir.

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