El Estado de derecho en México padece múltiples enfermedades crónicas y se desangra día a día por heridas de todo tipo. Acaso una de las peores hemorragias fluye por la herida policial. A este enfermo le pasa lo mismo que a tantas personas que van al médico con padecimientos graves y sólo reciben medicinas para paliar los síntomas agudos, quedando la enfermedad inalterada y en progreso. Revisé apenas el Programa Nacional de Seguridad Pública de los cuatro últimos sexenios y parece como si mirara a quien envían aspirinas, cuando lo que padece es cáncer, sólo que nadie se entera porque no se hicieron los análisis necesarios para diagnosticarlo. El diagnóstico que más se aproximó a la enfermedad profunda fue el del Programa 1995-2000 y, de ahí para abajo, en particular en lo que se refiere a la calidad de las instituciones.

La herida policial es vista por el médico a través de una disociación que a la vez visibiliza e invisibiliza el daño. Todos los presidentes han prometido al país la profesionalización policial y hasta ahora ninguno ha cumplido la oferta (salvo esfuerzos excepcionales e invariablemente efímeros, los poderes ejecutivos estatales y municipales repiten lo propio). Ahí está la herida; el país entero sabe que ser policía en general no implica un servicio profesional. Pero el discurso político omite mostrar el grado de putrefacción de la herida y las leyes hacen posible que el ciudadano común en realidad casi nunca sepa el tamaño de la enfermedad (el exceso en el uso de la reserva al acceso a la información en la materia es veneno puro para el paciente). Sólo a veces los escándalos policiales (Aguas Blancas, Atenco, Tres Marías, el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México e Iguala) llaman la atención masiva y por cortos periodos la narrativa pública toca y huele la herida, pero entre escándalos todo vuelve a la normalidad. Todo regresa a la tolerancia masiva del problema.

La propuesta de reforma constitucional del Presidente Enrique Peña encaminada a crear el mando único policial se soporta en estas dinámicas. El cáncer no se identifica en la exposición de motivos y por tanto la medicina no tiene alcances para atender la metástasis. El verdadero color y el olor de la herida no están ni de lejos en el diagnóstico que se lee en la iniciativa. Sucede exactamente lo mismo que leemos en los programas nacionales de seguridad pública. El poder político lo ha aprendido a hacer de manera cada vez más sofisticada. Por ejemplo, no es posible que el Ejecutivo Federal no sepa el grado de descomposición de las policías estatales del Estado de México, desde donde llegan muchas de las más terribles historias de criminalidad policial; y con todo, la iniciativa de mando único dice nada respecto a la crisis policial precisamente en el orden de gobierno estatal. La herida está sólo en el municipio, nos dicen. Lastimosamente, no es el caso. Según los hallazgos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la diferencia entre quienes creen que la policía municipal es corrupta y los que creen que la estatal también lo es, equivale sólo a 4 puntos porcentuales (67% y 63% , respectivamente). Insyde encontró en la región de la montaña de Guerrero que la policía estatal incurre en mayores conflictos con la ley y los derechos humanos, en comparación con integrantes de policías municipales. El mando único en realidad implica riesgos enormes y el problema empieza en creer que las policías estatales sanearán a las municipales, cuando en realidad en su mayoría ambas forman parte de la sangrante y putrefacta herida policial. Toca al Senado convocar al diseño del tratamiento adecuado. La oportunidad está nuevamente en la mesa, si bien los costos de no aprovecharla ahora tienen que ver con darle futuro o no a la gobernabilidad democrática.

Presidente del Instituto para la Seguridad y la Democracia, A.C.

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