Es un día cualquiera. El director del penal me deja en la entrada porque no puede entrar al reclusorio que está a su cargo. Si quiere poner un pie dentro necesita autorización de quienes realmente controlan la cárcel: los internos. Es el mundo al revés donde la autoridad no lo es, y donde quien parece privado de la libertad es el que dirige la prisión.

El penal del Topo Chico es el más peligroso de América Latina. ¿Por qué? Entre muchas otras razones, porque 60% de quienes lo habitan no deberían estar en un penal estatal, pues se encuentran en proceso o sentenciados por delitos federales.

Las riñas se cuentan por decenas. Los motines no son ocasionales y los homicidios cometidos en su interior son cosa de todos los días en la Fiscalía de Nuevo León.

El reclusorio está tomado por el grupo criminal los Zetas. Desde su interior, se manufactura cocaína, se extorsiona y gestionan secuestros. Es tal el dominio que el crimen tiene del penal que Topo Chico es considerado parte de las plazas de cobro de este grupo delictivo.

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Carmen, en un reclusorio federal de máxima seguridad, era la contadora de plaza en “El Topo”.

“Nosotros somos dueños de ese centro. Somos quienes distribuimos la droga, no solo que se consume allá adentro, sino también la que se manufactura. Ahí los que mandan son los de la letra y así ha sido por muchos años. Los custodios son parte de nuestro equipo y con ellos es cómo podemos tener control del centro”, relata.

Las condiciones son infames. Es una cárcel “mixta” (que no deberían existir, según la Ley de Ejecución Penal). A los casi 4 mil varones, hay que sumar 400 mujeres, y más de 70 niños y niñas menores de 4 años que están expuestos a la disputa por “la plaza”.

En Topo Chico se han habilitado —es un decir— dos áreas de no más de 8 por 8 metros para albergar a decenas de hombres que no pertenecen al grupo delictivo de los Zetas y “jalan con otro grupo”. Duermen, comen y van al baño encadenados. Meterlos dentro del penal sería firmarles su sentencia de muerte.

En el área de ingreso, cruzando la aduana de seguridad, viven las mujeres con sus hijos. Es un patio “dividido” en dos: un área de mujeres y otra, de varones. “Dividido”, aclaro, porque las visitas de hombres a dormitorios de mujeres o viceversa, son a discreción de los jefes.

La seguridad está a cargo de los internos. Ellos permiten o no el acceso a módulos y dormitorios. Cada paso de alguien externo, lo mismo organizaciones, que Comisión de Derechos Humanos o autoridad, es autorizado por un jefe.

Con excepción de los dormitorios VIP, donde quienes mandan pasan sus días y noches a todo lujo, el resto de las celdas y pasillos sofocan. Se respira putrefacción, el calor carcome y el oxígeno escasea. Los internos duermen uno encima de otro o amarrados a las celdas.

Topo Chico no es un penal que haya “caducado por los más de 80 años que tiene” como aseguró el secretario de Gobierno de Nuevo León, Manuel González, intentando justificar el descontrol. Es un penal que se descuidó y entregó a los delincuentes. Es la definición de autogobierno y colusión entre autoridades y reos. Colusión, complicidad y corrupción que trasciende las paredes del reclusorio y permea en la vida cotidiana de millones fuera de prisión.

Los gobiernos tendrían que entender que las cárceles deben ocupar un lugar central en las estrategias de seguridad. Mirarlas, considerar políticas de reinserción, aplicar inteligencia al interior para conocer los cómos de los criminales y lograr la correcta separación de internos para cortar de tajo el poderío de las bandas que se han apropiado de penales enteros debe ser pieza angular en una exitosa ruta de combate a la delincuencia.

El miércoles, el presidente electo AMLO presentará, junto al próximo secretario de Seguridad Alfonso Durazo, su estrategia de seguridad. Las cárceles deben ser parte de ella. Para no ir tan lejos, puede voltear la mirada a Topo Chico y tomar ese penal como ejemplo de todo lo que no hay que repetir y debe desterrarse.

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