“Una ciudad no está adornada por cosas externas, sino por la virtud de quienes la habitan”, escribió hace siglos Epicteto y hacia ella se dirige Querétaro, no porque quiera, sino porque puede. Los gobernantes, ahora están viendo la cara a la verdad, trauma del que pocos sobrevivirán, pues el único documento de identidad de un gobernante derrocado debe de ser el acta de defunción. El Querétaro fantasma inocuo, perseverante, aferrado a Los Arcos, a La Corregidora, a cafés, restaurantes, edificios desaparecidos, vive ahora en la vigilia de su pasado; escenario histórico, jamás protagonista. El tufo religioso del incienso eclesiástico se dispersa por los inquilinos de a fuera. La cofia, toca, griñón, y hábito ya lo porta una minoría y en el Congreso, una iluminada ha pretendido instalar su claustro, mientras uno se pregunta las razones de la vasta historia de La Yegua; claustro ecuménico de aquellas habitantes flotantes, atendiendo demandas de fuereños y distinguidos queretanos, damas quienes nos recuerdan “La vida difícil de una mujer fácil” película mexicana dirigida por José María Fernández, basada en la obra teatral homónima de Luis G. Basurto; quizás la complicidad muda de la congresista que habla con Dios, nunca tomará en cuenta lo anterior y… ¡Por algo será! Mientras exista demanda, habrá oferta.

Mientras usted lee estas líneas, los ínclitos gobernantes del estado, pretenden quedar bien con el presidente de la República, por su beneficio personal y aspiraciones conspicuas falsas, inertes a punto del olvido o la prisión. La cleptocracia inicia su declive y las añoranzas se transforman en plañideras del pretérito. Nuevas generaciones de foráneos y queretanos, determinan el rumbo y ritmo del estado, alejados de la cópula en la cúpula; renovados bríos, mentes abiertas y prestas a adaptarse a los nuevos tiempos, sin complicidades con el poder que otorgan a otros, conscientes de que, los golpes bajos permiten ganar sacrificando el placer de pensar, la santa iglesia madre no parirá ya más, fanáticos y el Tlatoani se encuentra con La revuelta contra el padre (G. Mendel) la impotencia de designar heredero pues: “No hay ningún vecino que, aun siendo sometido a tortura, delate al autor directo de las muertes (políticas de panistas). Ante la pregunta repetida del juez, la respuesta siempre será la misma: "—¿Quién mató al Comendador?— Fuenteovejuna, Señor.

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