Hace una década, en un artículo de opinión, el hoy coordinador de los senadores de Morena, Ricardo Monreal, hizo una declaración de escándalo. Afirmó, con inusual franqueza, que durante años, ha habido arreglos entre políticos y narcotraficantes.

Describió los contornos de un arreglo de paz por tolerancia, un presunto decálogo para narcotraficantes que habría existido en las décadas de gobierno priísta: “No muertos en las calles; no drogas en las escuelas; no escándalos mediáticos; entregas periódicas de cargamentos y traficantes menores; derrama económica en las comunidades; no proliferación de bandas; cero tratos con la estructura formal del gobierno (policías o funcionarios judiciales); cobrar errores con cárcel, no con la vida; orden y respeto en los territorios; invertir las ‘ganancias’ en el país”.

Esa afirmación generó ruido no por falsa, sino por mostrar un esqueleto del clóset nacional. No, nunca existió un pacto formal entre el régimen y los narcos. Pero sí hubo (y tal vez todavía haya) una administración política del delito. Paz en las calles, tolerancia en los callejones. Y carteras abultadas de algunos funcionarios.

Esa es la corrupción que, dicen, salva. Es la deshonestidad que evitaría matazones, la que permitiría suplir la ausencia de instituciones.

Pero tiene una hermana maligna, la corrupción, que mata. ¿Ejemplos? Uno muy obvio: Iguala, Guerrero, septiembre de 2014. No es necesario repasar todos los detalles de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Pero sí es necesario enfatizar dos datos: 1) la orden de aprehender a los estudiantes provino presuntamente del alcalde, y 2) la entrega a los asesinos fue obra de policías municipales.

En ese caso, la tragedia fue consecuencia directa del arreglo corrupto entre autoridades y criminales. La corrupción convirtió a la policía en el músculo de una banda de homicidas.

¿Entonces cuándo mata y cuándo salva la corrupción? ¿Hay deshonestidad pacificadora y deshonestidad que atrae balas?

No tengo una respuesta categórica a esas preguntas. Tal vez en algunas circunstancias sea preferible un poco de coima a un mucho de bala. Tal vez en otras, no quede más remedio que arrancar de raíz el fenómeno. Tal vez sea un asunto de plazos: algo de tolerancia en lo inmediato, cierre de toda rendija en el futuro.

Esta discusión suena muy teórica, pero tiene aplicación práctica. El gobierno entrante, en voz de Andrés Manuel López Obrador, ha prometido erradicar la corrupción. No contenerla, acotarla o reducirla: erradicarla.

Eso, además de improbable, suena poco sabio. Al menos poco estratégico: no toda la corrupción es idéntica, no toda daña igual. Alguna está imbricada de tal manera en el cuerpo social que extirparla de golpe desestabilizaría a regiones enteras: pongan en esa categoría a muchas formas de cobro de rentas a la economía informal. Alguna es difícil de detectar o su combate exige enormes esfuerzos de vigilancia: piensen aquí en modalidades diversas de evasión fiscal.

Añádase otro problema: prevenir y sancionar la corrupción consume recursos. Si estamos hablando de Duartes o estafas maestras, el asunto se paga solo. ¿Pero es el caso para la corrupción al menudeo, la mordida callejera o el soborno de ventanilla? No siempre, no en todos lados.

Dada esa lógica, el combate a la corrupción debe proceder con bisturí, no con machete. El impulso del cruzado debe moderarse con la prudencia del ingeniero y la visión del estratega.

En 2024 va a seguir habiendo corrupción en México. De eso, por citar a un clásico, me canso ganso. Pero tal vez puedan haberse cerrado algunos espacios de deshonestidad cínica y maligna. Eso ya sería un gran resultado.

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@ahope71

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