Todos conocemos a personas violentas o probablemente nosotros lo somos. Y seguro al preguntarles o cuestionarnos el porqué de esta conducta, el argumento recae en: “Pues es que así soy”. “Así es ella/él, de carácter fuerte”. “Se parece a su papá cuando era joven, así era de violento, no se dejaba de nadie”. “Así salió de enojón, como la mamá”. ¿En qué momento normalizamos estar enojados todo el tiempo? No, no es normal reaccionar violentamente ante cualquier estímulo; no, no es correcto insultar ni gritar para defender nuestro punto de vista, pero el ataque pareciera ser el único modo de respuesta ante cualquier provocación o negativa.

Parece chiste, pero es anécdota, en nuestro país normalizamos y justificamos a quien es violento y juzgamos y hacemos burla de quienes van a terapia psicológica o psiquiátrica, los tachamos de “locos”.

Les cuento una historia, Arnoldo viene de una familia numerosa, creció en Tacuba. Cuando tenía ocho años viajaba con su hermano pequeño en el transporte público. Al ser él mayor, su “deber” era cuidarlo, así que Arnoldo desarrolló una mirada nada amigable y una actitud de chico rudo, porque en su infantil percepción, esta era la manera en la que nadie les haría daño. La mirada de Arnoldo para algunas personas sigue resultando pesada y su estatus de chico malo fue progresando con el tiempo. Se convirtió en una persona violenta. Si alguien le llevaba la contraria, si al manejar alguien interfería en su camino, siempre existía una agresión de por medio, ya fuera física o verbal. Hasta que un día a los 34 años en una discusión con un chofer de camiones, en la carretera, se bajó del auto que conducía, donde también viajaban su esposa e hijas. Se agarraron a agolpes. El chofer lo dejó casi inconsciente en el piso con la nariz destrozada, que tuvo que ser reconstruida. En la dolorosa recuperación hizo el análisis: “pudo haber sido mucho peor (...), pude haber muerto con un golpe en la nuca, pudo lastimar a mi familia”. Pero el pensamiento sobre “mi conducta no es normal”, no existía. Así que lo resolvió fácil: “no vuelvo a agarrarme a golpes con nadie nunca”.

“Pero entonces me hice de una boca venenosa, todo lo que salía de mí era premeditado, sabía exactamente qué decir para quebrar a quien yo quisiera”. Puede resultarnos familiar lo que nos comparte, seguramente conocemos a alguien con quien no podemos discrepar sin que saque todo el arsenal de información acumulada con los años, en nuestra contra. Eso es un tipo de violencia extrema. A los 44 años, Arnoldo discute fuertemente con su esposa, se dicen cosas difíciles de procesar, algo se rompe. Por vez primera, tiene un acercamiento con la psicología, en este caso terapia de pareja. Y un mundo se comienza abrir para él, existe un por qué para todo lo que siempre ha sido y también existe una solución. Su terapeuta le explica que la violencia es como el alcoholismo, se trata, no se cura. De manera independiente, ya sin su pareja, decide seguir incursionando en el mundo de la literatura enfocada a la psicología y se encuentra con la semiología, que le da la llave para hallar la respuesta que ya se venía formulando con los años, “¿Por qué soy así?” Se encuentra con que en semiología, la genética es un factor determinante y somos como somos por una razón, descubre que, en el amplio espectro de personalidades semiológicas, es un ente energético y motriz: hiperactivo, duerme poco, competitivo, irritable, dominante, práctico, estratega, impaciente, narciso, precipitado; son excelentes empresarios, deportistas, políticos, militares, comerciantes, organizadores; dan resultados inmediatos. Le sugieren que vaya a terapia con un psiquiatra, quien le dice que debe hacerse un electroencefalograma y ¡lotería! Ahí estaba la razón de esa persona que había sido durante tantos años: existe una anomalía en la amígdala y por lo tanto en la corteza prefrontal.

Hablemos de biología para ponernos en contexto: desde la neurociencia social la violencia puede ser entendida como una alteración en el sistema eléctrico y hormonal de la agresión, por razones genéticas, ambientales y educativas. La amígdala se encarga de nuestras emociones, desencadena respuestas relacionadas con la agresión: musculares, hormonales y neurotransmisores. La corteza prefrontal funge como regulador del funcionamiento de la amígdala. Desde la infancia el cerebro se va amoldando de acuerdo con las experiencias que vivimos; el entorno enseña a procesar emociones y a producir sentimientos y recuerdos. Desde esa perspectiva, la violencia individual puede entenderse como la perturbación de la relación entre amígdala y corteza prefrontal.

La solución para Arnoldo fueron un par de pastillas: una que le ayuda a conciliar el sueño y la otra que le brindó un soporte al neurotransmisor que estaba alterado. Diez años después Arnoldo vive de una manera que desconocía. Sigue en terapia psicológica, no hay día que no se tome el medicamento. El impulso se fue. Sin embargo, no todos tienen un final feliz. En nuestro país, no se le da a la salud mental la importancia que tiene, no se destina recurso para ella y, por lo tanto, es un privilegio poder atenderse con un profesionista.

¿Qué tan frecuente es presentar una anomalía en los electroencefalogramas? Según la literatura médica, el 68% de los pacientes psiquiátricos. Es importante mencionar que las anormalidades encefalográficas expresen la alteración de la actividad de pequeños circuitos que no tienen la suficiente intensidad para provocar síntomas neurológicos o convulsivos, pero pueden ser causa de síntomas psiquiátricos ¿Cuántas personas transitan por la vida, con una disfunción o lesión cerebral sin saberlo?

Si alguien padece diabetes, hipertensión, cáncer, consulta un especialista quien le prescribe un tratamiento. Con las enfermedades y trastornos mentales funciona igual y con el tratamiento adecuado se pueden transformar las reacciones neuroquímicas del cerebro, que gracias a su plasticidad es capaz de erradicar ciertas conductas consideradas equivocadamente como naturales, biológicas, irreparables o instintivas.

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